Naturalisme i emergentisme.




La tesis central del naturalismo, que encontramos ya formulada en algunos pasajes del Tratado sobre la naturaleza humana de Hume, así como en los textos del pragmatismo americano, pero a la que dio un impulso decisivo Quine a finales de los años sesenta del pasado siglo (Quine 1969), es que no hay una discontinuidad esencial entre la ciencia y la filosofía. Hay más bien una continuidad de fines y de métodos entre ellas (aunque no una identidad completa). Esto implica que la filosofía no tiene autonomía total con respecto a las ciencias. No hay para ella caminos de acceso privilegiado al conocimiento, y sus propuestas deben estar en armonía con los resultados de las ciencias. Esta última exigencia debe ser especialmente asumida en aquellas cuestiones filosóficas que caen más cerca de las preocupaciones científicas, aunque, por supuesto, pueda haber otras partes de la filosofía cuya relación con la ciencia sea más remota y en las que no haya un modo claro o unívoco de conseguir dicha armonización. 

El naturalismo, tal como se viene entendiendo en los debates filosóficos recientes, tiene varias modalidades, pero pueden señalarse principalmente tres: el naturalismo ontológico, el naturalismo metodológico, y el naturalismo epistemológico o cientifista (y que no debe ser confundido con la epistemología naturalizada).

Empecemos por esta última modalidad, quizás la que cuenta con menos aceptación entre los filósofos. El naturalismo epistemológico podría ser definido como la tesis según la cual la ciencia es la forma más fiable de conocimiento en todos los ámbitos. Los métodos de la ciencia son los que garantizan un conocimiento genuino. Son los métodos que han de emplearse para enfrentarse de la forma más racional a cualquier problema. En concordancia con ello, para el defensor de este naturalismo es de esperar, y desde luego es deseable, que el progreso de las ciencias vaya haciendo que los temas que aún permanecen bajo el cobijo de la filosofía o de otras disciplinas humanísticas sean progresivamente traspasados a la competencia analítica y experimental de los científicos, de modo que finalmente no quede ningún tema relevante que no sea objeto de investigación científica. Así como en el pasado la ciencia le arrebató a la filosofía el estudio de las causas del cambio y del movimiento, del origen de los seres vivos, del funcionamiento de la mente, y de los modos de razonamiento, en el futuro veremos cómo esto mismo ocurrirá con otros muchos asuntos, hasta que finalmente no quede ningún tema de verdadera importancia que no esté en manos de la ciencia. 

Por razones que ya expliqué en un post anterior, este naturalismo epistemológico, al que podemos identificar con el cientifismo, no me parece aceptable.

El naturalismo ontológico, por su parte, sostiene que sólo existen entidades, procesos o propiedades naturales, o en forma resumida, que no hay más realidad que la natural. Qué sea o no una entidad natural no es ciertamente algo fácil de determinar, y esto ha generado numerosas discusiones. ¿Son los números entidades naturales? ¿Son las instituciones sociales entidades naturales? ¿Son los procesos mentales o los objetos intencionales procesos o entidades naturales? ¿Es la 5ª sinfonía de Beethoven una entidad natural? Todos ellos son casos dudosos y sujetos a debate. Habrá quien acepte unos pero no otros. Un naturalista ontológico (que no fuera un eliminativista o un reduccionista radical) podría, en principio, admitir como reales (o “naturales”) no sólo el mundo 1 de Popper (el mundo de los objetos físicos), sino también el mundo 2 (el de los procesos y estados mentales) y el mundo 3 (el de las entidades abstractas y los productos culturales), pero consideraría que las entidades del mundo 2 y del 3 están condicionadas en su existencia por la existencia de las del mundo 1. Popper mantuvo que el mundo 2 y el 3 surgen evolutivamente del mundo 1, y, en ese sentido, su existencia depende de la existencia del mundo 1, pero les concedió cierta autonomía en su funcionamiento y, sobre todo, la capacidad de influencia recíproca. El mundo 3 puede actuar sobre el 2 y el 2 puede actuar sobre el 1. Esta capacidad de actuación es, para Popper, prueba del carácter real de los tres mundos, y de hecho, la posibilidad de acción causal es habitualmente considerada por los filósofos como prueba de realidad. Una posición así permitiría, por cierto, conceder las entidades sobrenaturales cierta realidad, pero sólo como objetos del mundo 2 o del mundo 3, es decir, como contenidos de pensamiento o como elaboraciones culturales.

El naturalismo ontológico presenta fundamentalmente dos variedades, la reduccionista y la no reduccionista. 

La variante reduccionista sostiene que cualquier otra propiedad o característica estudiada por la ciencia que no sea una propiedad fisicoquímica, es reductible a (o se identifica con) un conjunto de propiedades fisicoquímicas (propiedades neurofisiológicas, en el caso de los procesos mentales). Así, para los eliminativistas como Paul y Patricia Churchland las propiedades que atribuimos a los estados mentales son imaginarias y engañosas, puesto que no existen más que las propiedades fisicoquímicas, y por tanto, la ciencia debe prescindir por completo de ellas. Otros naturalistas ontológicos reduccionistas, sin embargo, prefieren considerarlas como propiedades reales supervinientes sobre esas propiedades fisicoquímicas, y por tanto, no serían eliminables sin pérdidas explicativas; esto implica que su reduccionismo ontológico no les lleva a un reduccionismo teórico o epistemológico. La superveniencia, tal como la caracteriza Jaegwon Kim, implica que hay un solo tipo de entidades, pero diferentes niveles explicativos en las propiedades. Un dominio de fenómenos superviene a partir de otro si no es posible encontrar ninguna diferencia en el nivel superviniente sin que haya también alguna deferencia en el nivel más bajo sobre el que se superviene (pero no a la inversa). O dicho de otro modo, si dos fenómenos tienen las mismas propiedades físicas, tienen también las mismas propiedades supervinientes (pero no a la inversa). 

La variante no reduccionista del naturalismo ontológico, en cambio, admite que ciertas propiedades puedan surgir como consecuencia de la interacción de propiedades fisicoquímicas, pero sin que sean reductibles a (o identificables con) éstas, puesto que ofrecen una novedad genuina. Dicho de otro modo, hay propiedades que, aunque estén realizadas siempre por propiedades fisicoquímicas, no presentan una identidad de tipos con ellas, sino que son emergentes con respecto éstas y tienen influencia causal (causación descendente), como Popper creía, sobre las propiedades de más bajo nivel así como sobre otras propiedades emergentes. La tesis de la emergencia de lo mental sobre lo fisicoquímico no es exclusiva del naturalismo no reduccionista. Al menos en alguna de sus interpretaciones más fuertes es de hecho asumida también desde posiciones dualistas. Pero el naturalista no reduccionista puede adoptarla para explicar la relación de lo mental con su sustrato material, añadiendo que lo mental no podría existir sin ese sustrato.

De estas dos variantes, el emergentismo me parece la posición más aceptable, pese a las críticas que ha recibido. Kim (1989) ha argumentado que no es posible conciliar la noción de causación descendente con la tesis naturalista de la clausura causal física del mundo. El naturalismo no reduccionista o “emergentista”, sería, pues, inviable, o más bien inestable, puesto que colapsaría o bien en la identificación de lo mental con lo físico o bien en un dualismo. Kim considera, por ello, que el único naturalismo ontológico viable sería el reduccionista radical. Las causas mentales se identifican con las causas físicas que operan en el nivel cerebral. Sin embargo, este tipo de naturalismo ontológico reduccionista no encuentra demasiado apoyo entre los filósofos de la mente o incluso entre científicos cognitivos. La razón es simple: parece difícil negar la evidencia de la realizabilidad múltiple de los procesos mentales. No es plausible suponer que todos organismos que estén en un mismo estado mental están eo ipso en el mismo estado físico. 

Es necesario reconocer que los conceptos de ‘emergencia’ y ‘superveniencia’, son, en efecto, problemáticos, aunque no mucho más que otros conceptos filosóficos. Tratan de encontrar una vía media entre el dualismo y el reduccionismo radical o el eliminacionismo. El equilibrio es difícil, pero no se ha demostrado que sea imposible. Por ejemplo, hay quien considera que una adecuada comprensión de las propiedades emergentes como propiedades configuracionales y la admisión de cierto tipo de causación descendente puede resolver el problema que Kim señala. Y hay otras salidas posibles, si bien todas ellas controvertidas. El defensor del naturalismo ontológico tiene, pues, ante sí una interesante y fructífera tarea articulando su propuesta de modo que pueda salvar las objeciones planteadas.

Finalmente, el naturalismo metodológico, que para mí es el más claramente defendible, tal como lo entiendo, es la tesis que sostiene que en el avance de nuestros conocimientos hemos de proceder como si sólo hubiese entidades y causas naturales. Sólo las causas naturales y las regularidades que las gobiernan tienen auténtica capacidad explicativa. Apelar a causas o a entidades sobrenaturales, como el espíritu (en el caso de la actividad mental), o la fuerza vital (en el caso de la vida), es lo mismo que no explicar nada. 

Como puede apreciarse en ese ‘como si’ que he utilizado en su caracterización, el naturalismo metodológico es compatible tanto con la aceptación del naturalismo ontológico como con su rechazo. El naturalismo metodológico se limita a afirmar cómo han de obtenerse ciertos conocimientos. Hemos de investigar el mundo “como si” fuese de una determinada manera, aunque en otras circunstancias no aceptemos que sea de esa manera. Este ‘como si’ no debe, sin embargo, ser interpretado de forma ficcionalista. No implica necesariamente una distorsión o una “disminución” del modo en que el mundo realmente es. Seguramente muchos naturalistas metodológicos piensan que el mejor modo de alcanzar conocimientos acerca del mundo es proceder como si sólo hubiera entidades naturales porque, de hecho, sólo hay entidades naturales. En este caso, el naturalista metodológico lo será por ser también un naturalista ontológico. Pero no siempre tiene que ser así. Un creyente puede ser perfectamente un naturalista en sentido metodológico. Como creyente, no lo será en sentido ontológico, puesto que aceptará la existencia de entidades sobrenaturales de diverso tipo, pero como científico puede admitir que Dios sólo actúa mediante leyes naturales y que, por tanto, sólo son posibles evidencias naturales para apoyar nuestras teorías científicas, y de ese modo su antinaturalismo ontológico sería compatible con la aceptación de un naturalismo metodológico. De hecho, el naturalismo metodológico ha sido tradicionalmente aceptado por la Iglesia Católica como el modo adecuado de proceder en la ciencia, y podemos encontrar una buena defensa de él en algunos destacados filósofos y científicos que pertenecen a ella. No se entiende, por tanto, el empeño de algunos sobrenaturalistas, especialmente en los Estados Unidos con el movimiento del Diseño Inteligente, por hacer del naturalismo metodológico algo incompatible con la fe religiosa y por promover en consecuencia una “ciencia” en la que no se acepte ese naturalismo.

El naturalismo metodológico fue adquiriendo carta de naturaleza como requisito de la ciencia de una forma dispar y en tiempos distintos dependiendo de la ciencia de la que se tratara. Probablemente no sería erróneo afirmar que en algunas ramas de la biología, el naturalismo metodológico no estuvo bien asentado hasta finales del siglo XIX, y de ahí que algunos vean en esta tardanza una debilidad que aprovechar para intentar derribarlo.
En efecto, Dios no aparece en el contenido explicativo y predictivo de ninguna teoría científica madura. Aparece, eso sí, como principio de inteligibilidad, como “gobernador” del cosmos o como creador del mismo en las justificaciones o aclaraciones generales dadas por algunos científicos, principalmente en los comienzos de la ciencia moderna, a la hora de enmarcar sus propuestas en el contexto cultural de la época. Incluso se pueden localizar en dichos comienzos algunos pasajes en los que se realiza una apelación directa a Dios para explicar un fenómeno natural concreto, como en el párrafo del escolio general del libro III de los Principia de Newton, ya al final del libro, en el que éste acude a un “ente inteligente y poderoso”, que –según nos dice– no puede ser otro que el Dios creador, para dar cuenta de por qué todos los planetas del Sistema Solar se mueven en la misma dirección y en el mismo plano. Es bien sabido que una explicación puramente naturalista de este hecho ya la había dado Descartes con su propuesta de los vórtices, pero Newton no la aceptaba porque no encajaba con el movimiento de los cometas. Ahora bien, ni las leyes del movimiento ni la ley de la gravedad, que son los elementos centrales –el núcleo duro, que diría Lakatos– de la mecánica newtoniana dependen en su validez explicativa o predictiva de acción divina alguna; y poco después de Newton la apelación a Dios para explicar algún fenómeno natural concreto desaparece totalmente de la física. En biología, se mantiene esta apelación hasta el siglo XIX, como en la teoría de las creaciones sucesivas, defendida entre otros por Louis Agassiz; una teoría que estuvo lejos de despertar el consenso. Pero a partir de la publicación del Origen de las especies, la aceptación generalizada del hecho evolutivo la hace desaparecer de la literatura científica (al tiempo que el debate sobre el conflicto entre ciencia y religión se reaviva).

El naturalismo metodológico, no sólo es hoy la única opción viable en la ciencia, sino que es visto además por muchos filósofos (entre los que me encuentro) como una opción saludable en la propia práctica de la filosofía. El filósofo que así lo estime, tenderá a creer, como dije, que no hay diferencias metodológicas que marquen una separación absoluta entre la filosofía y la ciencia –o si se quiere, que la filosofía también debe tomar la evidencia empírica como piedra de toque de sus propuestas teóricas, que a su vez han de interpretarse como hipótesis revisables. Aceptará, pues, que en la filosofía puede también aplicarse de forma fructífera un principio de parsimonia –Ronald Giere lo ha bautizado como Principio de Prioridad Naturalista– que manda no explicar de forma no-naturalista lo que puede ser explicado de forma naturalista (Giere 2006).

Como es de esperar en cualquier posición filosófica hay numerosos problemas para los que el naturalismo no tiene una solución adecuada. Es probable, puesto que se trata de un enfoque cada vez más activo, que algunos encuentren respuesta satisfactoria en el futuro. Nadie debería esperar, sin embargo, que pueda resolver todos los problemas de su dominio a satisfacción de todos. Ahora bien, lo que nadie ha mostrado hasta ahora es que el naturalismo no pueda dar una respuesta aceptable a bastantes de ellos. Hay críticos del naturalismo que, sin recurrir al sobrenaturalismo y asumiendo el contacto estrecho entre ciencia y filosofía, no pueden aceptarlo porque consideran que estos problemas irresueltos –y para ellos irresolubles desde las premisas naturalistas– son lo suficientemente graves como para ensayar otros caminos. El naturalismo –se afirma repetidamente– no da cuenta de la naturaleza y funcionamiento de la mente humana, especialmente de la intencionalidad de los procesos mentales, de la consciencia, de la relación mente/cuerpo y de la causación mental. Tampoco da cuenta de la validez de las verdades lógicas y matemáticas, ni de la normatividad o de la conducta libre basada en valores. Un buen ejemplo de estas críticas es el libro de Thomas Nagel titulado Mind and Cosmos. Para estos críticos, si el sobrenaturalismo no es una solución a estos problemas, el naturalismo tampoco lo es. 

Desde las filas naturalistas podría responderse que no es pretensión del naturalismo resolver todos los grandes problemas de la filosofía. Quizás haya cosas que permanecerán siempre inexplicadas (ya sea en términos naturalistas o no-naturalistas), como el problema de los qualia, o el de la causación mental, al menos en la formulación que actualmente les damos. Pero no parece justo poner en el debe del naturalismo todo lo que no ha podido resolver (ni otros enfoques tampoco) sin contrabalancearlo con lo que habría de contar en su haber. Del mismo modo, no cabe ignorar que en los últimos años el naturalismo se ha venido mostrando como un programa de investigación más progresivo que los alternativos.

Antonio Diéguez Lucena, Por qué soy un naturalista metodológico y emergentista, facebook 04/06/2020

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