Quan a tots ens van penjar a la Xarxa.
Esto no es una columna de política nacional, es un desahogo. Lo que la ha provocado es la covid-19 y sus efectos sobre la educación. Más específicamente, la emigración del sistema educativo a la Red. Como con tantas otras cosas, esta situación de necesidad nos ha hecho tomar conciencia explícita de algo que estaba ya latente. Me explico. Este mismo curso, en la fase todavía presencial, un alumno me dijo que por qué les exponía teorías que podían encontrarse en Wikipedia, que hiciera otra cosa. Un tanto perplejo le respondí que todo estaba en la Red, y que por esa regla de tres no hacía falta que viniera a la universidad. Otros alumnos te corrigen en clase porque mientras hablas leen en Internet algo sobre el tema de la explicación y resulta que no acaba de coincidir con lo dicho. O sea, que el profesor pierde su aura, deja de ser el monopolizador de todo un conjunto de saberes y se limita a ejercer de mero gatekeeper, filtrador de esos conocimientos a los que ellos pueden acceder por sí mismos, aunque no los sepan ordenar. Y la universidad se reduce a agencia de acreditación, se limita a expedir títulos refrendando que alguien tiene conocimientos suficientes para poder ejercer después una profesión. Pero son conocimientos abiertos a todos, pueden adquirirlos sin haberla pisado.
Estábamos en eso cuando a todos nos subieron a la Red. Por una parte, sirvió para quitarnos las caretas: todos somos sintetizadores de conocimientos y ellos, los alumnos, sus consumidores. Por otra, sin embargo, empezamos a recordar que la enseñanza es algo más, y que es incompatible con hablar a una pantalla; que las clases no se dan, se representan; que el profesor es un actor que en cada clase escenifica la materia sobre la que habla, contribuyendo así a dotarla de corporalidad; que necesita ver el impacto de lo que dice sobre las caras de los alumnos, y que estos precisan también tenerlo en frente y sentirse junto a sus compañeros; que esa mezcla de voz, imagen, interacción, performatividad, comunalidad, debate, humor, es lo que al final sirve para inocular el interés por el conocimiento, la curiosidad intelectual. ¿A quién no le ha cambiado la vida algún profesor precisamente por esto? ¿Y quién no ha aprendido de la comunicación con sus compañeros casi tanto o más que del mismo profesor? A opinar, a discrepar, a trabajar en equipo, a medir sus propias fuerzas, a acercarse más al ideal del ciudadano comprometido.
¿Sabían que cualquier profesor puede avanzar en la escala universitaria hasta llegar a catedrático sin tener que hacer una sola presentación oral ante un tribunal? Pues sí, esos atributos de los que antes hablaba parece que no importan, hace tiempo ya que hemos expulsado a Sócrates, el maestro inquieto por antonomasia, de la universidad. Este decía que solo sabía que no sabía nada, pero, como nos advierte Ortega, es “un no saber algo que hace falta saber”. Lo importante no es que los estudiantes sepan más o menos, es que les pique el gusanillo por ampliar y disfrutar de sus conocimientos. Aquel alumno tenía razón, la universidad tiene sentido cuando sirve para algo más que para sintetizarnos lo que en todo caso está disponible en la Red. Pero para ello hace falta que tanto ellos como nosotros, los profesores, nos bajemos de ella y recuperemos esa vocación socrática que hemos perdido entre tanta alienación burocrática.
Fernando Vallespín, Sócrates 'on line', El País 14/06/2020
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