El fracàs demòcrata i les polítiques de la identitat.
Pero, ¿qué son exactamente las “políticas de identidad” a las que apunta Mark Lilla? Una definición provocativa, pero a la vez clara es la siguiente: son un reaganismo de izquierdas. En The once and the future liberal el autor defiende que ha habido dos grandes corrientes políticas en Estados Unidos en el siglo pasado: la de Roosevelt y la de Reagan. La de Roosevelt apelaba a una concepción política y común de los americanos, donde el esfuerzo conjunto entre ciudadanos y Estado levantó al país después de la depresión económica del 29 y derrotaría el fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Aunque Roosevelt murió en 1945, su visión continuó con los posteriores presidentes, tanto demócratas como republicanos, explica Lilla. El cambio se produjo con una nueva idea nacional que ha dominado la política americana hasta ahora: la doctrina de Reagan, es decir, una visión antipolítica de la sociedad estadounidense, donde los objetivos y el enriquecimiento individual tienen prioridad sobre lo común, y el Gobierno es la barrera principal a la libertad y los derechos.
Lilla argumenta que, al igual que la visión de Roosevelt afectó a los republicanos -que, durante esa época, realizaron programas sociales y estatales progresistas-, los demócratas también se vieron imbuidos por el modelo de sociedad que Reagan consiguió instaurar como cosmovisión de la mayoría de americanos. Del “nosotros” común de Roosevelt se pasó al “yo” de la identidad del individuo: en el caso demócrata, una división basada en causas justas y progresistas -el feminismo, la lucha contra la discriminación racial, el matrimonio homosexual- pero que, al constituir la identidad y el compromiso único de las personas que las abanderan, fragmentaban la izquierda de la misma manera que Reagan había hecho con la sociedad. El “nosotros” se veía como algo opresor y el “yo” como la única fuente legítima para fundamentar la política.
El caldo de cultivo de esta visión identitaria del progresismo americano, explica Lilla, ha sido el campus universitario. Mientras que hace décadas la mayoría de militantes y líderes demócratas salían de los sindicatos y del mundo del trabajo urbano y rural, buena parte de la intelligentsia progresista actual está formada por jóvenes de clase media y alta educados en universidades de ambas costas de Estados Unidos, que al acabar sus estudios se dedican a profesiones liberales donde -básicamente- mantienen el mismo ambiente e ideas que en su etapa en el campus. La descripción que hace Lilla de esta nueva hornada liberal es bastante dura, y pone un ejemplo de una chica que acaba de llegar a la universidad para ilustrarlo: “Va a clases donde lee la historia de los movimientos sociales relacionados con lo que ha decidido que es su identidad, y lee a autores que comparten esa misma identidad. (…) En estos cursos también descubre un hecho sorprendente y esperanzador: que aunque ella venga de un confortable ambiente de clase media, su identidad le confiere el estatus de víctima. Este descubrimiento quizá le inspira a unirse un grupo del campus que participa en un movimiento social. La línea entre el autoanálisis y la acción política es ahora completamente confusa. Su interés político es real pero circunscrito a los confines de su autodefinición. Los asuntos que entran en estos confines ahora tienen una importancia inminente y su posición sobre ellos no admite negociación; los asuntos que no tocan su identidad ni siquiera los percibe. Ni a la gente afectada por ellos”.
Esta visión también excluye el debate argumentativo: la autoridad no está basada en la racionalidad o calidad de los argumentos, sino en la identidad de la voz que expone su visión. No hay un “espacio imparcial para el diálogo”, cosa que lo hace inútil. El problema profundo, argumenta Lilla, no se trata de anécdotas particulares que puedan suceder en el campus universitario (y que los medios de derecha suelen usar para ridiculizar al progresismo), sino que la mayoría de esta hornada de nuevos activistas cada vez están más incapacitados para convencer a alguien diferente a ellos -algo imprescindible en unas elecciones democráticas-, ya que su mensaje político se reduce, a grandes rasgos, a explicar la vivencia de su propia identidad. En palabras de Lilla: “Las elecciones no son grupos de oración y nadie está interesado en tu testimonio personal. No son sesiones de terapia ni ocasiones para obtener reconocimiento”. El autor ha puesto como un ejemplo a seguir el caso de Danica Roem, transexual elegida como legisladora en Virginia, en la que -no escondiendo nunca su orgullo LGTB- “su campaña no estuvo basada en el hecho de ser transexual. Habló sobre asuntos que afectaban a la mayoría de personas y no picó en la trampa de su oponente de hacer de su género el asunto principal”.
Javier Borrás i Arumí, El 'reganismo de izquierdas' que ha hundido al Partido Demócrata, esglobal 26/02/2018
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