Cultura i barbàrie.



... la tozuda realidad invita a pensar que el nivel cultural y la estatura moral son dos dimensiones independientes del carácter de un individuo. ¿Por qué esa conclusión, que no debería sorprendernos en absoluto, resulta tan inquietante?
Posiblemente por un temor inconfeso de todo humanista, y es que la cultura, en una situación de totalitarismo, no sirva absolutamente para nada. O, al menos, que no sirva para nada esencial, con lo que quedaría relegada a ser una forma más o menos distinguida de distraer el ocio. Si el disfrute de la alta cultura no nos hace éticamente mejores, nos quedan ya muy pocos argumentos para defender que sigamos cultivándola. (...)
A partir de la Ilustración, Europa y, con ella, Occidente han fundamentado su identidad en una idealización de la Cultura, hasta el punto de que el poder civilizador del desarrollo de las artes y de las letras fue ganando terreno a la tradicional autodefinición judeocristiana de raíces religiosas. Detrás subyace la utopía de que la Cultura nos emancipa, nos civiliza y nos hace humanos, en el doble sentido de la palabra «humano»: el de la diferenciación respecto a los animales y el de la compasión para con el prójimo. Las raíces históricas de esta bella fantasía se hunden en la paideia griega, asoman de nuevo en el Renacimiento, se racionalizan en la Ilustración y brillan con su luz más intensa en el neohumanismo alemán y en la filosofía idealista.
A finales del siglo XVIII, la fe en la Cultura llevó a Alemania, en apenas cincuenta años, a pasar de la irrelevancia a ser un modelo para toda Europa. La filohelenista Alemania no dejó de entenderse como representante por excelencia de los modelos abstractos que había alumbrado, creyéndose legítima portadora de la antorcha de la paideia griega ante el resto del mundo. Winckelmann, Goethe, Schiller, Herder, Hegel y tantos otros nombres que siguen causando admiración se sintieron defensores y herederos de esta idea. Para el neohumanismo alemán, acuñadores en este contexto del término intraducible de Bildung, sólo la Cultura nos convertiría en auténticos seres humanos dignos de ese nombre, configurando mediante sus escritos una suma de ideales éticos y estéticos a los que se atribuía un valor aplicable a la humanidad en su conjunto.
Pero, en su devoción por el ideal, Alemania acabó descarriándose en la espesa selva de la realidad. Precisamente sobre las luces de Goethe y Schiller se cernieron, sobre la misma geografía, las sombras oscuras de Hitler. Por eso la pregunta genérica sobre la relación entre cultura y barbarie nos empuja a pensar de inmediato en Alemania. Y uno de los inesperados efectos secundarios del trauma del nazismo y del Holocausto es haber contribuido a la pérdida paulatina del prestigio de la Cultura en Occidente al haberla despejado de su función legitimadora en nuestra sociedad contemporánea. Y ese proceso va mucho más allá del celebérrimo dicho sobre la falta de pertinencia de la poesía después de Auschwitz, aunque Adorno fuera uno de los primeros en alumbrar esta nueva problemática.
Rosa Sala Rose, El enigma de los nazis cultos, Revista de Libros 21/02/2018

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