Doxística contra socratisme polític.
Desde Atenas, las relaciones entre la democracia y el conocimiento han sido uno de los temas permanentemente discutidos de la filosofía política. La oligarquía ateniense nunca acabó de aceptar bien las grandes reformas que daban voz a la multitud. La de Clístenes, quien instauró la isonomía (igualdad ante la ley) y reorganizó los demos basándose en un criterio de distribución geográfica frente, facilitando que, por ejemplo, a través del sorteo, cualquier demôtas pudiese llegar a ser un polités, alguien con función política. La de Efialtes, quien instituyó una paga para cualquier ciudadano que participase en alguna de las grandes instituciones de consejo o tribunales, facilitando así el acceso de las clases bajas al poder. Todas estas reformas siempre fueron despreciadas como demagogia. En el juicio a Sócrates estaba ya presente la discusión continua sobre si deben gobernar los expertos y sabios o se debe seguir permitiendo que cualquiera con capacidad de convencer llegase al gobierno. Frente a Sócrates, a quien Platón convirtió en el héroe y víctima de la filosofía, y así se enseña a los alumnos, generación tras generación, estaba el gran villano, Protágoras, defensor, se afirma, del relativismo barato y la sofistería. Pero Protágoras, amigo de Pericles, era un demócrata radical, que defendía que había que enseñar la palabra para que cualquiera pudiese presentarse en la Asamblea y convencer pues, creía, la democracia es también y sobre todo un ejercicio del arte de convencer.
Toda una gran corriente contemporánea, dentro de la concepción deliberativa de la democracia (que sostiene que al gobernante no le basta la legitimidad de sus medidas y debe también exponer sus razones) ha vuelto a resucitar una suerte de socratismo político al plantear que tal vez no baste tampoco con que las medidas sean legítimas y sean debatidas con razones a favor y en contra, sino que además, deben tener razón o tender a ello. A ser verdaderas. La democracia, afirman, debe tender a la verdad y basarse en el conocimiento correcto. Hay en esta pretensión, muy estimable ciertamente, una cuestión de fondo sobre cómo se relacionan el conocimiento y la democracia, la verdad y la justicia.
Hanna Arendt, Castoriadis, y mucha más gente han sostenido, por el contrario, que la democracia siempre es doxástica, tiene que ver con las opiniones, con la doxa, no con la episteme. Una epistemocracia no sería sino una suerte de tecnocracia. Y la tentación de la tecnocracia está siempre presente, especialmente en momentos de crisis, cuando el desprecio a la política y los políticos lleva a demandar que gobiernen los que saben, los expertos. También es una muy defendible posición, pues en la tentación tecnocrática hay un trasfondo autoritario de sumisión voluntaria, de anomia y dejadez de la responsabilidad ciudadana, de abandono de la agencia política. Pues, incluso si tuviesen razón los nostálgicos de la tecnocracia y el fin de las ideologías, la realidad es que en el mundo contemporáneo las cuestiones complejas dividen a los expertos no menos que a los ciudadanos, y el simple hecho de elegir paneles de expertos es ya un ejercicio político. Cada vez que un gobernante afirma que "dejemos que los técnicos se pronuncien sobre esta cuestión" suele estar diciendo "mis técnicos van a elaborar el juicio que yo quiero que sea".
Fernando Broncano, Saberes de la multitud, El laberinto de la identidad 25/02/2018
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