L' "espai públic" no existeix (Manuel Delgado).
El Roto |
Hace pocas semanas se celebraba en Barcelona la conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo urbano sostenible y Vivienda (Habitat III), consagrada monográficamente al espacio público. Así se hizo eco del encuentro nuestro blog. Pero, ¿qué es exactamente el "espacio público" y qué lo distingue de otras nociones parecidas, pero con un contenido bien distinto, como "espacio colectivo", "lugar público" o simplemente, como hasta no hace mucho, "calle".
Para responder a esa pregunta cabría establecer primero que espacio público es un concepto tomado de la filosofía política que sólo desde unas tres o cuatro décadas se ha incorporado de manera generalizada al dialecto tanto del diseño como de la administración de las ciudades. Como concepto político, espacio público quiere decir esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo de la sociedad. Teorizado por Arendt, Habermas y Kosselleck, el espacio público es aquel en el que se debe desplegar la evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de las cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado. Ese espacio público se identifica, por tanto, como ámbito de y para el libre acuerdo entre seres autónomos y emancipados que viven en tanto se encuadran en él y viven juntos una experiencia masiva de desafiliación.
El espacio público es, entonces, en el lenguaje político, un constructo espacial abstracto en el que cada ser humano se ve reconocido como tal en relación y como la relación con otros, con los que se vincula a partir de pactos reflexivos permanentemente reactualizados. Ese espacio es la base institucional misma sobre la que se asienta la posibilidad de una racionalización democrática de la política, de acuerdo con el ideal de una sociedad culta formada por personas privadas iguales y libres que establecen entre si un concierto racional, en el sentido de que hacen un uso público de su raciocinio en orden a un control pragmático de la verdad. De ahí la vocación normativa que el concepto de espacio público viene a explicitar como totalidad moral, conformada y determinada por ese “deber ser” en torno al cual se articulan todo tipo de prácticas sociales y políticas que exigen de ese marco deje de ser abstracto y encuentre su realización en tanto que físico.
Pues bien, ese proscenio en que el espacio público teórico debe hacerse “carne entre nosotros” no puede ser sino la calle, la plaza y todos aquellos lugares en que se encuentran seres que siendo con frecuencia desiguales, deben aprender a comportarse en todo momento como si fueran tan solo diferentes. Ahí fuera, en esos lugares de encuentro generalizado, es donde el Estado debe lograr desmentir, aunque sea momentáneamente, la naturaleza asimétrica de las relaciones sociales que administra y a las que sirve y escenificar el sueño imposible de un consenso equitativo en el que llevar a cabo su función integradora y de mediación.
El objetivo de convertir en realidad ese espacio público místico es lo que hace que cualquier apropiación considerada inapropiada sea rápidamente neutralizada, por la vía de la violencia si es preciso, pero sobre todo por una inhabilitación y luego una expulsión de quienes osen desacatar o desmentir la utopía, por lo demás imposible, de una autogestión basada en el consenso civil y la “buena convivencia ciudadana”. Esto afecta de lleno a la relación entre el urbanismo y los urbanizados, puesto que lo que se da en llamar urbanidad –sistema de buenas prácticas cívicas– viene a ser la dimensión conductual adecuada al urbanismo, entendido a su vez como lo que está siendo en realidad hoy: mera requisa de la ciudad, sometimiento de ésta, por medio tanto del planeamiento como de su gestión política, a los intereses en materia territorial de las minorías dominantes.
No nos engañemos. Eso que damos en llamar "el espacio público" no existe. Es una quimera, una leyenda, algo de lo que se habla o escribe, incluso que se proclama administrar, y que genera encuentros internacionales de alto copete como el de Barcelona hace mes y medio, pero que nadie ha visto ni verá. Esos lugares pretendidos como del encuentro amable y cooperativo entre iguales raras veces ven soslayado el lugar que cada concurrente ocupa en un organigrama social que distribuye e institucionaliza asimetrías de clase, de edad, de género, de etnia, de “raza”. A determinadas personas en teoría beneficiarias del estatuto de plena ciudadanía se les despoja o se les regatea en público la equidad, como consecuencia de todo tipo de estigmas y negativizaciones. A los no-ciudadanos pobres –los llamados “inmigrantes”– se les obliga a ocultarse o a pasarse el tiempo exhibiendo papeles.
Lo que se tenía por una vida pública basada en la comunicación generalizada entre seres abstractos –“los ciudadanos”–, se ve una y otra vez desenmascarado como una arena de y para el marcaje de ciertos individuos o colectivos, a quienes su identidad real o atribuida les coloca en un estado de excepción del que el espacio público no les libera en absoluto, puesto que ese lugar lo es para ellos de y para todo tipo de vulnerabilidades y vulneraciones. Es ante esa verdad que el discurso del espacio público invita a cerrar los ojos, hacer como si no existiese, puesto que en la calle y en la plaza sólo caben las pruebas inequívocas del final de una clase media universal y feliz, a solas consigo misma en un mundo de cordialidad, por la que circulan ciudadanos ávidos por colaborar en el mantenimiento de la paz social, sin conflictos, sin miseria, sin pasiones..., sin nada de lo que conforma hoy la ciudad real.
Manuel Delgado, El espacio público como leyenda urbana, Seres Urbanos. El País 16/05/2016
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