Democràcia i cansament.
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El clima actual que rodea al conjunto de componentes que llamamos
“democracia” es bien distinto del de la posguerra: este último estaba lleno de
esperanza y de confianza; el actual está caracterizado por la impaciencia, la
decepción, incluso la aversión. El concepto de democracia y sus diversas
manifestaciones (su método, sus instituciones, los modos de pensar y de vivir
que se derivan de ella) son el centro de continuas manifestaciones de
impaciencia, de fastidio y de rechazo. (…)
Las fuentes de estas críticas son dos. Por una parte, están algunos
movimientos francamente antidemocráticos, a los que la democracia les parece un
esfuerzo inútil o, peor todavía, una meta imposible o deletérea; por otra,
movimientos hiperdemocráticos, para los que la dosis de democracia de los
regímenes actuales es insuficiente y debe ser ampliada. Estos últimos sostienen
que las ventajas atribuidas al sistema democrático (la capacidad de traer la
libertad, paz, prosperidad, defensa de los derechos fundamentales) no se han
realizado; los primeros, que son poco relevantes con relación a lo que cuestan.
En determinados casos los dos bloques llegan a coincidir y a mezclarse. En todo
caso, ejercen un poderoso efecto de desgaste en los fundamentos de la
democracia.
¿Cómo valorar esos fenómenos? Hay quien los minimiza observando que no hay
motivos para preocuparse, porque, a pesar de las apariencias, no hay nada nuevo
bajo el sol. En la historia moderna, de hecho, los momentos de crisis de la
democracia se han presentado sin interrupción; y, en paralelo, forman una serie
ininterrumpida las tomas de posición de los teóricos de la desconfianza y de la
crisis. Se trata de un motivo que retorna hasta el aburrimiento y que acompaña
al paradigma democrático desde su nacimiento. Por recordar solamente algunos
momentos del mismo, al comienzo del siglo XX la democracia fue atacada varias
veces en su arquitectura y en sus instituciones fundamentales. A Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto les parecía un régimen ilusorio por el hecho de
que, mientras que llama al pueblo a votar, deja siempre a las élites al mando.
Los análisis de Max Weber y de sus
seguidores pronto mostraron que el partido –una de las expresiones primarias de
la hipótesis democrática- contiene un elemento oligárquico no eliminable. En la
contestación del 68, en la que la crítica se manifestaba en su versión
hiperdemocrática, el factor antidemocrático era central. También las tortuosas
elaboraciones del terrorismo rojo italiano y alemán de los años setenta, por lo
demás, aspiraban a dejar al desnudo los implícitos caracteres imperialista y
monopolista ocultos en los regímenes democráticos.
Otro baluarte histórico de la actitud antidemocrática en el siglo XX fue el
informe de la Comisión Trilateral (1975) sobre la “crisis de la democracia”,
que sostenía la ingobernabilidad de las democracias occidentales desde una
óptica conservadora, sugiriendo, para recuperar la eficiencia, no ampliar sino
restringir los espacios de la democracia. A pesar de ello, y a pesar de la
irritante vaguedad de muchas de sus argumentaciones y tesis, el informe reabrió
el debate sobre los fundamentos mismos de la cuestión y propuso claves de
lectura que aún tienen éxito. Las sencillas ideas que sostenía eran tres
(referidas a Europa, a Estados Unidos y a Japón): el malestar de la democracia
se debe a la deslegitimación de la autoridad (producida, se intuye, sobre todo
por las consecuencias del 68); al hecho de que “el público desarrolla
expectativas que el gobierno no está en condiciones de satisfacer” (la llamada
“sobrecarga” de los gobiernos); y a la “desagregación de los intereses”,
producida por la competición entre los partidos, que ha causado el declive y la
fragmentación de los mismos. Tales factores producen la “fatiga” (distemper) de los gobiernos y son buenas
razones para “refrenar” a la democracia.
Raffaele Simone, El hada
democrática: Por qué la democracia fracasa en su búsqueda de ideales,
Taurus, Madrid 2016
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