Quillos, chonis y quinquis.


En el otoño de 1990, en el barrio del Besòs, en Sant Adrià del Besòs, en el límite casi indistinguible con el barrio del mismo nombre en la capital, el jueves 26 de octubre se desata el motín urbano más importante que ha conocido el país desde la guerra civil y hasta el momento. El desencadenante de aquellos acontecimientos fue la noticia de que el Ayuntamiento de la ciudad y la Generalitat de Catalunya habían decidido iniciar las obras que debían llevar a la construcción de 196 viviendas de promoción pública, en un solar de 13.000 metros cuadrados anexo al barrio —el Solar de la Palmera—, terreno que los vecinos hacía 13 años que reclamaban para equipamientos. El objetivo de la iniciativa inmobiliaria pública era “esponjar” —en realidad derribar— los barrios de Vía Trajana y la Catalana –60 hectáreas edificadas sin calidad alguna–, pero sobre todo el crónicamente conflictivo polígono de la Mina, asentamiento al que fueron a parar las familias desalojadas de los barrios de chabolas del Somorrostro, el Pequín y el Camp de la Bota, que se levantaban en las playas del sur de Barcelona y que fueron demolidos a finales de los años 60. En ese barrio en tantos sentidos maldito vivían, según el padrón de 1991, 10.694 personas –imposible de saber con certeza el número real; en torno a un 25-30 % gitanas– en 2.400 viviendas distribuidas en 21 bloques.

Se hace pertinente aquí consensuar una distinción entre periferiedad,suburbialidad y marginalidad. Las tres cualidades dan cuenta de situaciones urbanísticas consideradas deficitarias y a corregir, pero no significan lo mismo para los urbanistas. En urbanismo, suburbioimplica la aplicación de un criterio de grado, puesto que define una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos. En cambio, un barrio periférico lo es al sometérsele a un criterio de distancia no solo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidariedad y dependencia. La noción de marginalidad, en cambio, no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional: es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica. Un barrio marginal no es que esté en la periferia o constituya un suburbio; no está en límite exterior de la ciudad o bordeándola: es que está más allá. No está "abajo" en el orden social, sino fuera de él. Es lo que existe, pero no debiera existir. La cuestión se planteaba, por tanto y de manera explícita, como una operación que un editorial de El País (30.10.90) definía de "reubicación de la marginalidad".

Tanto el Besòs como la Mina eran —y son— barrios periféricos y suburbios que compartían su baja calidad urbanística y constructiva, así como el olvido de que habían sido objeto por parte de las administraciones públicas. Ambos ocupaban —y ocupan todavia— una zona codiciada para el desarrollo de una nueva región metropolitana o, mejor dicho, de la paulatina conexión de los barrios de la desembocadura del rio Besós a la Barcelona metropolitana... No se está hablando sino de la culminación del aplazado Plan de la Ribera, un colosal proyecto que, a finales de los años 1960, planeó la transformación del litoral barcelonés y que pronto se revelaría al servicio de una demanda inmobiliaria y de servicios "de nivel". Se trataba de una operación de desperificación del sudoeste del Besòs, disponiendo la gran entrada a Barcelona desde el Maresme y, en especial construir un gran puerto deportivo para 2.000 amarres y zonas de ocio y comerciales anexas en el litoral (La Vanguardia, 25.1.1991). En el asunto, que se desarrolló de forma más bien turbia, estaban interesadas todas las administraciones, que lo consideraban estratégico, hasta el punto de asumirlo como una auténtica cuestión de estado.

En aquella fase del proceso, el obstáculo inmediato a abatir era la Mina, una especie de pústula infectada de la que urgía liberarse lo antes posible para que los propósitos de reconversión de la costa barcelonesa pudieran llevarse a cabo. Porque la Mina no solo era un barrio periférico y suburbial, sino que, además, aparecía señalado como la concreción en la Gran Barcelona de lo que se entiende que es un barrio marginal, contenedor de vicio, delincuencia y disolución social. Dicho de otro modo, el proyecto de erradicación de la Mina y el traslado de sus vecinos al Besòs implicaba fundir y confundir un barrio marginal —es decir un barrio de marginados— con un barrio de "honrada gente trabajadora", es decir un barrio de clase obrera consolidada e integrada, aunque sea de forma precaria, en el orden de la ciudad. En la jerarquía material pero también simbólica de los espacios, el barrio marginal está en la banda más baja, más todavía que el barrio suburbial o periférico, siempre a punto de precipitarse por el abismo acechante de la desorganización social, un proceso de descomposición parecido al que han padecido, por ejemplo, los territorios que fueron obreros de las periferias urbanas francesas.

Planteándolo en clave de prototipos sociales imaginarios, el Besòs es un barrio al que corresponden los perfiles culturales de la choni o elquillo, es decir jóvenes hijos de la antigua clase obrera, castellanoparlantes, que viven en barrios periféricos de Barcelona o su área metropolitana, con gustos estéticos compartidos y que frecuenta determinados espacios de ocio. De ellos hablan películas como Haz conmigo lo que quieras (Ramón de España, 2003), Tapas (José Corbacho, 2005) o Yo soy la Juani (Bigas Lunas, 2005). Musicalmente, su representación podría ir de La Banda Trapera del Rio a los mucho más aceptables Estopa. Este joven está en paro o trabaja precariamente y es representado moviéndose en ambientes y con compañías que le colocan siempre al borde de la marginalidad. Puede ser mostrado como cayendo en ella, manteniéndola a raya o intentando huir por la vía de una buscada promoción social. El joven de la Mina es, en cambio, proyectado culturalmente como irredimible, sin escapatoria; el barrio en que ha nacido o donde vive le marca al fuego y le condena a encarnar de manera crónica al tiempo un detritus y una alarma sociales. Es él quien protagoniza las películas de José Antonio de la Loma (Perros callejeros, 1977; Los últimos golpes del Torete, 1980; Yo, el Vaquilla, 1985) y en quien piensan sus temas Los Chunguitos o Los Chichos. Ese es el drama que se desarrollaba en aquellas jornadas de octubre de 1990: el de la aproximación en el espacio físico de una diferencia ya de por si lábil en el espacio social, o, si se prefiere, la de una sobreposición, siempre inminente, entre lo quillo y lo quinqui, entre el joven al borde de la maginalidad y la del joven irrevocamente marginal.

Excluidos versus explotados, en un contexto en que la categoría "exclusión" empezaba a aparecer como un espantajo con que asustar a una cada vez más desarmada clase obrera, amenazada de caer en cualquier momento en el "riesgo de exclusión" si se negaba a plegarse a las imposiciones de un mercado laboral cada vez más despiadado. El choque podía ser leído, a su vez, entre los dos factores de una distinción clásica: la propuesta por Louis Chevalier (1969) entre clases laboriosas y clases peligrosas, consistente no sólo en formas distintas de peligrosidad para el orden dominante, sino en la distancia en términos de indeseabilidad que entre ellas se extiende, determinada por las diferencias entre géneros de vida, sobre todo porque esas clases "peligrosas" que se concentran en la Mina se singularizan por rechazar tanto los modales de clase media como la disciplina de fábrica que la clase obrera acabó asumiendo como propia, incluso para sus desobediencias.

Manuel Delgado, Explotados contra excluidos, El cor de les aparences 16/03/2016

Fragmento de la intervención en el curso La política desde las periferias, en la Cooperativa La Hidra, Barcelona, el 11/3/2016

EXPLOTADOS CONTRA EXCLUIDOS
Reflexión sobre quillos, chonis y quinquis (Besòs, octubre 1990)

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