El procés de resiliència (els aneguets lletjos).



Encontrar una familia de acogida cuando se ha perdido la propia no es más que el comienzo del asunto: 'Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto?'. El hecho de que el patito feo encuentre a una familia de cisnes no lo soluciona todo. La herida ha quedado escrita en su historia personal, grabada en su memoria, como si el patito feo pensase: hay que golpear dos veces para conseguir un trauma. El primer golpe, el primero que se encaja en la vida real, provoca el dolor de la herida o el desgarro de la carencia. Y el segundo, sufrido esta vez en la representación de lo real, da paso al sufrimiento de haberse visto humillado, abandonado. 'Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto? ¿Lamentarme cada día, tratar de vengarme o aprender a vivir otra vida, la vida de los cisnes?'.

Para curar el primer golpe es preciso que mi cuerpo y mi memoria consigan realizar un lento trabajo de cicatrización. Y para atenuar el sufrimiento que produce el segundo golpe hay que cambiar la idea que uno se hace de lo que le ha ocurrido, es necesario que logre reformar la representación de mi desgracia y su puesta en escena ante los ojos de los demás. El relato de mi angustia llegará al corazón de los demás, el retablo que refleja mi tempestad les herirá y la fiebre de mi compromiso social les obligará a descubrir otro modo de ser humano. A la cicatrización de la herida real se añadirá la metamorfosis de la representación de la herida. Pero lo que va a costarle mucho tiempo comprender al patito feo es el hecho de que la cicatriz nunca sea segura. Es una brecha en el desarrollo de su personalidad, un punto débil que siempre puede reabrirse con los golpes que la fortuna decida propinar. Esta grieta obliga al patito feo a trabajar incesantemente en su interminable metamorfosis. Sólo entonces podrá llevar una existencia de cisne, bella y, sin embargo, frágil, pues jamás podrá olvidar su pasado de patito feo. No obstante, una vez convertido en cisne, podrá pensar en ese pasado de un modo que le resulte soportable.


Esto significa que la resiliencia, la resistencia al sufrimiento el hecho de superar el trauma y volverse bello pese a todo, no tiene nada que ver con la invulnerabilidad ni con el éxito social. (...) Todo estudio de la resiliencia debería trabajar tres planos principales:

1. La adquisición de recursos internos que se impregnan en el temperamento desde los primeros años, en el transcurso de las interacciones precoces preverbales, explicará la forma de reaccionar ante las agresiones de la existencia, ya que pone en marcha una serie de guías de desarrollo más o menos sólidas.

2. La estructura de la agresión explica los daños provocados por el primer golpe, la herida o la carencia. Sin embargo, será la significación que ese golpe haya de adquirir más tarde en la historia personal del magullado y en su contexto familiar y social lo que explique los devastadores efectos del segundo golpe, el que provoca el trauma.

3. Por último, la posibilidad de regresar a los lugares donde se hallan los afectos, las actividades y las palabras que la sociedad dispone en ocasiones alrededor del herido ofrece las guías de resiliencia que habrán de permitirle proseguir un desarrollo alterado por la herida.

Este conjunto constituido por un temperamento personal, una significación cultural y un sostén social explica la asombrosa diversidad de los traumas. Cuando el temperamento está bien estructurado gracias a la vinculación segura a un hogar paterno apacible, el niño, caso de verse sometido a una situación de prueba, se habrá vuelto capaz de movilizarse en busca de un sustituto eficaz.

El día en que los discursos culturales dejen de seguir considerando a las víctimas como a cómplices del agresor o como a reos del destino, el sentimiento de haber sido magullado se volverá más leve.

Cuando los profesionales se vuelvan menos incrédulos, menos guasones o menos proclives a la moralización, los heridos emprenderán sus procesos de reparación con una rapidez mucho mayor a la que se observa en la actualidad.

Y cuando las personas encargadas de tomar las decisiones sociales acepten simplemente disponer en torno a los descarriados unos cuantos lugares de creación, de palabras y de aprendizajes sociales, nos sorprenderá observar cómo un gran número de heridos conseguirá metamorfosear sus sufrimientos y realizar, pese a todo, una obra humana.

Pero si el temperamento ha sido desorganizado por un hogar en el que los padres son desdichados, si la cultura hace callar a las víctimas y les añade una agresión más, y si la sociedad abandona a las criaturas que considera que se han echado a perder, entonces los que han recibido un trauma conocerán un destino carente de esperanza. (...)

La emoción traumática

Hoy, esta patología afecta a cientos de millares de niños, víctimas de los bombardeos de los kibutz israelíes antes de la guerra de los Seis Días, a los desterrados por las deportaciones ideológicas de Pol Pot y de los jemeres rojos, a los desgarrados por la guerra en la parte meridional de Líbano, a los que padecieron las explosiones que han sacudido África, a los sometidos a las agresiones crónicas que sufren los palestinos, a los irlandeses, a los perjudicados por la violencia colombiana, a los damnificados por las incesantes represalias que se producen en Argelia y a los afligidos por otras mil violencias de Estado.

¡Las personas más afectadas por esta inmensa violencia política son los niños! ¡Varios millones de huérfanos, dos millones de muertos, cinco millones de minusválidos, diez millones de traumatizados, doscientos o trescientos millones de niños que aprenden que la violencia es una de las formas de las relaciones humanas! (...)

Las consecuencias psíquicas de estas inmensas agresiones se hallan bien descritas: los trastornos debidos al estrés postraumático constituyen una forma de ansiedad que se incrusta en la personalidad como consecuencia del impacto de la agresión. El agente estresante obliga a tener que codearse con la muerte y, por efecto del espanto, se impregna tan poderosamente en la memoria del niño que toda su personalidad se desarrolla en torno a esta aterradora referencia. La reviviscencia organiza la continuación del desarrollo cuando el recuerdo y el sueño hacen que el psiquismo reviva la memoria del tormento.

El niño, para sufrir menos, debe descubrir estrategias de adaptación que pertenezcan al tipo de evitación: puede aletargarse con el fin de no pensar, esforzarse por sentir desapego, tratar de evitar las personas, los lugares, las actividades e incluso las palabras que evocan el horror pasado, aún vivo en su memoria. Y como nunca ha podido expresar tanta negrura, porque era demasiado duro y porque le hacían callar, nunca ha aprendido a dominar esta emoción, a darle una forma humana, una forma que pudiera ser compartida en sociedad. Entonces, sometido a un afecto ingobernable, alterna el embotamiento con las explosiones de cólera, la amabilidad anormal con una repentina agresividad, la indiferencia aparente con una hipersensibilidad extrema.

Catástrofes y guerras

Sin embargo, dado que no se puede decir que un trauma produzca efectos predecibles, es importante analizar las variables de dichos efectos.

La primera variable que salta a la vista es que somos asombrosamente indulgentes con las agresiones de la naturaleza. A menudo perdonamos lo que nos hacen las catástrofes naturales, tal como las inundaciones, los incendios, los terremotos y las erupciones volcánicas. Construimos hospitales en Nápoles, sobre las laderas del Vesubio, reconstruimos ciudades cerca del monte Pelado en la Martinica, allí donde sabemos que volverán a ser destruidas. Tratamos de seducir al agresor y de canalizar su furia por medio de ofrendas o erigiendo diques y elevadas paredes. Le perdonamos porque nos seduce. Experimentamos tanta belleza ante un cielo teñido con los colores de un incendio, tanta fascinación ante el empuje de un torrente que arranca las casas, tanta admiración ante un volcán que arroja su lava, que deseamos, pese a todo, codearnos con el agresor. La multitud bloquea las carreteras ante un incendio, se aglutina a lo largo de las riberas inundadas y escala en procesiones familiares las laderas de un peligroso volcán.

En cambio, cuando se trata de relaciones humanas, el agresor pierde su poder de seducción. Nos reunimos para contemplar el incendio que nos transmite euforia, pero si asistiéramos a una escena de tortura, a una escena en la que un grupo de hombres humillara a otro, nos identificaríamos hasta tal punto con uno de los dos que la indignación haría que nos sublevásemos.

(...)

Los mayores agresores de niños, hoy y en todo el planeta, son los Estados que hacen la guerra o que provocan derrumbamientos económicos o sociales. Las agresiones familiares físicas, morales o sexuales son el segundo factor, y su efecto dañino es mucho mayor que el de las agresiones debidas a la mala suerte.

Las cifras de la agresión son obscenas. Decir que hay 30 millones de huérfanos en la India, y que, de ellos, 12 millones se encuentran en situación de extremada miseria, que hay cinco millones de niños discapacitados y 12 millones de niños sin cobijo provoca un cierto embotamiento intelectual, como si la enormidad de los números conllevara una imposibilidad de representación, como si la distancia del crimen inhibiera la empatía: 'Está demasiado lejos de nosotros, no nos podemos ocupar de todas las desgracias del mundo'. De hecho, 'estos grandes acontecimientos planetarios hipotecan, de por vida, el desarrollo de cientos de millones de niños en la actualidad, y el peso de este azote es lo suficientemente pesado como para ralentizar el desarrollo social y económico de numerosas naciones'.

Desde los bombardeos de Londres en 1942, sabemos que las reacciones psicológicas de los niños dependen del estado de los adultos que les rodean. Pero el bombardeo, peligroso en la realidad, no es lo que produce más trastornos subjetivos. El trauma es la asunción de la intersubjetividad. Cuando, durante los bombardeos, los niños estaban rodeados por adultos ansiosos, o cuando la inestabilidad del grupo, las evacuaciones, las fugas, las heridas o los muertos impedían la puesta en marcha de guías de resiliencia, una gran proporción de esos niños manifestaban trastornos que a veces eran duraderos. Sin embargo, cuando se encontraban rodeados por familias serenas, lo que no siempre era fácil, no manifestaban ningún trastorno psíquico. E incluso los niños solos conseguían salir mejor parados cuando, lejos de sus padres, experimentaban el placer de subirse a los tejados para asistir al maravilloso espectáculo de las deflagraciones, de los incendios y del derrumbamiento de las casas. (...) Lo que calma o perturba al niño es la forma en que las figuras de su vínculo afectivo traducen la catástrofe al expresar sus emociones. (...)

Comprender y actuar

Esto explica que los guerrilleros libaneses que presentaron menos síndromes postraumáticos, pese a haber padecido en ocasiones pruebas terribles, fueran aquellos a los que se vitoreaba, cuidaba y adulaba cuando regresaban a casa. Y también explica, por el contrario, que los veteranos estadounidenses de Vietnam se alteraran profundamente, ya que nada más regresar a su propio país fueron blanco de las críticas. (...) Durante mucho tiempo revivieron cada día los dramas en los que habían participado sin comprenderlos, sin dominar la acción ni su representación. Cuando una prueba carece de sentido nos volvemos incoherentes, puesto que, al no ver con claridad el mundo en el que vivimos, no podemos adaptar a él nuestras conductas.

Es necesario pensar un desastre para conseguir darle algún sentido, y es igualmente necesario pasar a la acción afrontándolo, huyendo de él o metamorfoseándolo. Hay que comprender y actuar para desencadenar un proceso de resiliencia. Cuando falta alguno de estos dos factores, la resiliencia no se teje y el trastorno se instala. Comprender sin actuar da pie a la angustia. Y actuar sin comprender produce delincuentes.

Durante las guerras, los que ven el drama sin actuar, los que observan pasivamente, forman el grupo de los que presentan el más elevado número de síndromes postraumáticos. 'Restricción en el empleo de las armas, ausencia de enemigo designado, pérdida del sentido de la misión; todos estos elementos se reúnen en la situación de pasividad, que constituye un factor de vulnerabilidad eminentemente desestabilizador y doloroso'. Según como sean las guerras, el número de casos de estrés traumático varía enormemente. La variabilidad de estos trastornos depende del contexto, que en unos casos concede a algunos soldados una posibilidad de resiliencia, mientras que en otros los hace vulnerables.

Actuar sin comprender tampoco permite la resiliencia. Cuando la familia se derrumba y el entorno social no tiene nada que proponer, el niño se adapta a ese medio sin sentido mendigando, robando y a veces prostituyéndose. Los factores de adaptación no son factores de resiliencia, ya que permiten una supervivencia inmediata, pero frenan el desarrollo y con frecuencia generan una cascada de pruebas.

En un medio sin leyes ni rituales, un niño que no fuera delincuente tendría una esperanza de vida muy breve. El hecho de poner su talento, su vitalidad y su desenvoltura al servicio de la delincuencia prueba que está sano en un medio enfermo. Cuando la sociedad está loca, el niño sólo desarrolla una estima de sí mismo teniendo éxito en sus correrías y riéndose de las agresiones que inflige a los torpes adultos. Cuando el mundo se cae en pedazos y desaparece la familia, la aprobación paterna ya no sirve al niño como modelo de desarrollo y cede el sitio 'a la aprobación de los iguales como elemento apto para la predicción de su propia estima'. Ahora bien, los 'primeros pasos de la estima de uno mismo se dan siempre bajo la mirada del otro'. Cuando, por causa de un hundimiento social, las relaciones se reducen a la fuerza, el niño se siente seguro desde el momento en que ha conseguido robar o ridiculizar a un adulto. Ésta es su manera de adaptarse a una sociedad enloquecida, pero esto no es un factor de resiliencia, ya que no le permite ni comprender ni actuar: no tiene sentido, es sólo una victoria miserable en lo inmediato. (...)

Cuando este proceso de resiliencia verbal, emocional y cerebral no se puede poner en marcha, el herido queda prisionero del acontecimiento pasado. (...) Sin embargo, el herido sólo se ve sometido a la impresión traumática cuando no tiene posibilidad de poner en marcha algunos factores de resiliencia.

El proceso de resiliencia permite a un niño herido transformar su magulladura en un organizador del yo, a condición de que a su alrededor haya una relación que le permita realizar una metamorfosis. Cuando el niño está solo, y cuando se le hace callar, vuelve a ver su desgracia como una letanía. En ese momento queda prisionero de su memoria, fascinado por la precisión luminosa del recuerdo traumático.

Sin embargo, desde el momento en que se le concede el uso de la palabra, del lápiz o de un escenario en el que pueda expresarse, aprende a descentrarse de sí mismo para dominar la imagen que intenta producir. Entonces trabaja en su modificación adaptando sus recuerdos, haciéndolos interesantes, alegres o hermosos para volverlos aceptables. Este trabajo de recomposición de su pasado le resocializa, precisamente a él que se había visto expulsado de un grupo que no soportaba oír semejantes horrores. Pero el ajuste de los recuerdos, que asocia la percepción del acontecimiento a la imagen deliberadamente borrosa del contexto, le prepara para la falsificación creadora que transformará su sufrimiento en obra de arte. (...)

Recursos internos

La adquisición de recursos internos ha dado al resiliente la confianza y la alegría que le caracterizan. Estas aptitudes, adquiridas fácilmente en el transcurso de la infancia, le han dado el vínculo afectivo de tipo protector y los comportamientos de seducción que le permiten permanecer al acecho de toda mano tendida. Sin embargo, y dado que hemos aprendido a considerar a los hombres mediante la palabra devenir, podremos constatar que aquellos que se han visto privados de estas adquisiciones precoces podrán ponerlas en marcha más adelante, aunque más lentamente, con la condición de que el medio, habiendo comprendido cómo se forja un temperamento, disponga en torno a los heridos unas cuantas guías de resiliencia.

Cuando la herida está en carne viva, uno siente la tentación de recurrir a la negación. Para ponerse a vivir de nuevo es preciso no pensar demasiado en la herida. Pero con la perspectiva del tiempo, la emoción que provocó el golpe tiende a apagarse lentamente y a no dejar en la memoria más que la representación del golpe. Ahora bien, esta representación que se construye tan trabajosamente depende de la manera en que el herido haya conseguido dar un contenido histórico al acontecimiento. A veces, la cultura hace de ello una herida vergonzosa, mientras que en otras circunstancias se muestra dispuesta a atribuirle el significado de un acto heroico.

Transformarse en cisne

El tiempo dulcifica la memoria y los relatos metamorfosean los sentimientos. (...) Se acepta sin esfuerzo la idea de que la guerra de 1914 a 1918 fue una inmensa carnicería cenagosa, pero, ¿quién se acuerda de los sufrimientos de las poblaciones durante la guerra de Troya? La estratagema del colosal caballo de madera ha ejercido el efecto de una fábula, ya no evoca la hambruna de diez años de sitio, ni las masacres con arma blanca, ni las quemaduras del incendio que siguieron a esta hermosa historia. La realidad se ha visto transfigurada por los relatos de nuestra cultura, enamorada de la Grecia antigua. El sufrimiento se ha apagado, sólo queda la obra de arte. La perspectiva del tiempo nos invita a abandonar el mundo de las percepciones inmediatas para vivir en el de las representaciones duraderas. El trabajo de ficción que permite la expresión de la tragedia ejerce entonces un efecto protector.

Y esto equivale a decir que hablar de resiliencia en términos de individuo constituye un error fundamental. No se es más o menos resiliente, como si se poseyera un catálogo de cualidades: la inteligencia innata, la resistencia al dolor o la molécula del humor. La resiliencia es un proceso, un devenir del niño que, a fuerza de actos y de palabras, inscribe su desarrollo en un medio y escribe su historia en una cultura. (...) No es tanto el niño el que es resiliente como su evolución y su proceso de vertebración de la propia historia. (...)

Se indica siempre el encuentro con una persona significativa. A veces basta con una, una maestra que con una frase devolvió la esperanza al niño, un monitor deportivo que le hizo comprender que las relaciones humanas podían ser fáciles, un cura que transfiguró el sufrimiento en trascendencia, un jardinero, un comediante, un escritor, cualquiera pudo dar cuerpo al sencillo significado 'es posible salir airoso'. Todo lo que permite la reanudación del vínculo social permite reorganizar la imagen que el herido se hace de sí mismo. La idea de 'sentirse mal y ser malo' queda transformada tras el encuentro con un camarada afectivo que logra hacer germinar el deseo de salir airoso. (...) La vida es demasiado rica para reducirse a un único discurso. Hay que escribirla como un libro o cantarla. (...) Basta una minúscula señal para transformar al patito feo en un cisne.Encontrar una familia de acogida cuando se ha perdido la propia no es más que el comienzo del asunto: 'Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto?'. El hecho de que el patito feo encuentre a una familia de cisnes no lo soluciona todo. La herida ha quedado escrita en su historia personal, grabada en su memoria, como si el patito feo pensase: hay que golpear dos veces para conseguir un trauma. El primer golpe, el primero que se encaja en la vida real, provoca el dolor de la herida o el desgarro de la carencia. Y el segundo, sufrido esta vez en la representación de lo real, da paso al sufrimiento de haberse visto humillado, abandonado. 'Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto? ¿Lamentarme cada día, tratar de vengarme o aprender a vivir otra vida, la vida de los cisnes?'.

Para curar el primer golpe es preciso que mi cuerpo y mi memoria consigan realizar un lento trabajo de cicatrización. Y para atenuar el sufrimiento que produce el segundo golpe hay que cambiar la idea que uno se hace de lo que le ha ocurrido, es necesario que logre reformar la representación de mi desgracia y su puesta en escena ante los ojos de los demás. El relato de mi angustia llegará al corazón de los demás, el retablo que refleja mi tempestad les herirá y la fiebre de mi compromiso social les obligará a descubrir otro modo de ser humano. A la cicatrización de la herida real se añadirá la metamorfosis de la representación de la herida. Pero lo que va a costarle mucho tiempo comprender al patito feo es el hecho de que la cicatriz nunca sea segura. Es una brecha en el desarrollo de su personalidad, un punto débil que siempre puede reabrirse con los golpes que la fortuna decida propinar. Esta grieta obliga al patito feo a trabajar incesantemente en su interminable metamorfosis. Sólo entonces podrá llevar una existencia de cisne, bella y, sin embargo, frágil, pues jamás podrá olvidar su pasado de patito feo. No obstante, una vez convertido en cisne, podrá pensar en ese pasado de un modo que le resulte soportable.

Esto significa que la resiliencia, la resistencia al sufrimiento el hecho de superar el trauma y volverse bello pese a todo, no tiene nada que ver con la invulnerabilidad ni con el éxito social. (...) Todo estudio de la resiliencia debería trabajar tres planos principales:

1. La adquisición de recursos internos que se impregnan en el temperamento desde los primeros años, en el transcurso de las interacciones precoces preverbales, explicará la forma de reaccionar ante las agresiones de la existencia, ya que pone en marcha una serie de guías de desarrollo más o menos sólidas.

2. La estructura de la agresión explica los daños provocados por el primer golpe, la herida o la carencia. Sin embargo, será la significación que ese golpe haya de adquirir más tarde en la historia personal del magullado y en su contexto familiar y social lo que explique los devastadores efectos del segundo golpe, el que provoca el trauma.

3. Por último, la posibilidad de regresar a los lugares donde se hallan los afectos, las actividades y las palabras que la sociedad dispone en ocasiones alrededor del herido ofrece las guías de resiliencia que habrán de permitirle proseguir un desarrollo alterado por la herida.

Este conjunto constituido por un temperamento personal, una significación cultural y un sostén social explica la asombrosa diversidad de los traumas. Cuando el temperamento está bien estructurado gracias a la vinculación segura a un hogar paterno apacible, el niño, caso de verse sometido a una situación de prueba, se habrá vuelto capaz de movilizarse en busca de un sustituto eficaz.

El día en que los discursos culturales dejen de seguir considerando a las víctimas como a cómplices del agresor o como a reos del destino, el sentimiento de haber sido magullado se volverá más leve.

Cuando los profesionales se vuelvan menos incrédulos, menos guasones o menos proclives a la moralización, los heridos emprenderán sus procesos de reparación con una rapidez mucho mayor a la que se observa en la actualidad.

Y cuando las personas encargadas de tomar las decisiones sociales acepten simplemente disponer en torno a los descarriados unos cuantos lugares de creación, de palabras y de aprendizajes sociales, nos sorprenderá observar cómo un gran número de heridos conseguirá metamorfosear sus sufrimientos y realizar, pese a todo, una obra humana.

Pero si el temperamento ha sido desorganizado por un hogar en el que los padres son desdichados, si la cultura hace callar a las víctimas y les añade una agresión más, y si la sociedad abandona a las criaturas que considera que se han echado a perder, entonces los que han recibido un trauma conocerán un destino carente de esperanza. (...)

La emoción traumática

Hoy, esta patología afecta a cientos de millares de niños, víctimas de los bombardeos de los kibutz israelíes antes de la guerra de los Seis Días, a los desterrados por las deportaciones ideológicas de Pol Pot y de los jemeres rojos, a los desgarrados por la guerra en la parte meridional de Líbano, a los que padecieron las explosiones que han sacudido África, a los sometidos a las agresiones crónicas que sufren los palestinos, a los irlandeses, a los perjudicados por la violencia colombiana, a los damnificados por las incesantes represalias que se producen en Argelia y a los afligidos por otras mil violencias de Estado.

¡Las personas más afectadas por esta inmensa violencia política son los niños! ¡Varios millones de huérfanos, dos millones de muertos, cinco millones de minusválidos, diez millones de traumatizados, doscientos o trescientos millones de niños que aprenden que la violencia es una de las formas de las relaciones humanas! (...)

Las consecuencias psíquicas de estas inmensas agresiones se hallan bien descritas: los trastornos debidos al estrés postraumático constituyen una forma de ansiedad que se incrusta en la personalidad como consecuencia del impacto de la agresión. El agente estresante obliga a tener que codearse con la muerte y, por efecto del espanto, se impregna tan poderosamente en la memoria del niño que toda su personalidad se desarrolla en torno a esta aterradora referencia. La reviviscencia organiza la continuación del desarrollo cuando el recuerdo y el sueño hacen que el psiquismo reviva la memoria del tormento.

El niño, para sufrir menos, debe descubrir estrategias de adaptación que pertenezcan al tipo de evitación: puede aletargarse con el fin de no pensar, esforzarse por sentir desapego, tratar de evitar las personas, los lugares, las actividades e incluso las palabras que evocan el horror pasado, aún vivo en su memoria. Y como nunca ha podido expresar tanta negrura, porque era demasiado duro y porque le hacían callar, nunca ha aprendido a dominar esta emoción, a darle una forma humana, una forma que pudiera ser compartida en sociedad. Entonces, sometido a un afecto ingobernable, alterna el embotamiento con las explosiones de cólera, la amabilidad anormal con una repentina agresividad, la indiferencia aparente con una hipersensibilidad extrema.

Catástrofes y guerras

Sin embargo, dado que no se puede decir que un trauma produzca efectos predecibles, es importante analizar las variables de dichos efectos.

La primera variable que salta a la vista es que somos asombrosamente indulgentes con las agresiones de la naturaleza. A menudo perdonamos lo que nos hacen las catástrofes naturales, tal como las inundaciones, los incendios, los terremotos y las erupciones volcánicas. Construimos hospitales en Nápoles, sobre las laderas del Vesubio, reconstruimos ciudades cerca del monte Pelado en la Martinica, allí donde sabemos que volverán a ser destruidas. Tratamos de seducir al agresor y de canalizar su furia por medio de ofrendas o erigiendo diques y elevadas paredes. Le perdonamos porque nos seduce. Experimentamos tanta belleza ante un cielo teñido con los colores de un incendio, tanta fascinación ante el empuje de un torrente que arranca las casas, tanta admiración ante un volcán que arroja su lava, que deseamos, pese a todo, codearnos con el agresor. La multitud bloquea las carreteras ante un incendio, se aglutina a lo largo de las riberas inundadas y escala en procesiones familiares las laderas de un peligroso volcán.

En cambio, cuando se trata de relaciones humanas, el agresor pierde su poder de seducción. Nos reunimos para contemplar el incendio que nos transmite euforia, pero si asistiéramos a una escena de tortura, a una escena en la que un grupo de hombres humillara a otro, nos identificaríamos hasta tal punto con uno de los dos que la indignación haría que nos sublevásemos.

(...)

Los mayores agresores de niños, hoy y en todo el planeta, son los Estados que hacen la guerra o que provocan derrumbamientos económicos o sociales. Las agresiones familiares físicas, morales o sexuales son el segundo factor, y su efecto dañino es mucho mayor que el de las agresiones debidas a la mala suerte.

Las cifras de la agresión son obscenas. Decir que hay 30 millones de huérfanos en la India, y que, de ellos, 12 millones se encuentran en situación de extremada miseria, que hay cinco millones de niños discapacitados y 12 millones de niños sin cobijo provoca un cierto embotamiento intelectual, como si la enormidad de los números conllevara una imposibilidad de representación, como si la distancia del crimen inhibiera la empatía: 'Está demasiado lejos de nosotros, no nos podemos ocupar de todas las desgracias del mundo'. De hecho, 'estos grandes acontecimientos planetarios hipotecan, de por vida, el desarrollo de cientos de millones de niños en la actualidad, y el peso de este azote es lo suficientemente pesado como para ralentizar el desarrollo social y económico de numerosas naciones'.

Desde los bombardeos de Londres en 1942, sabemos que las reacciones psicológicas de los niños dependen del estado de los adultos que les rodean. Pero el bombardeo, peligroso en la realidad, no es lo que produce más trastornos subjetivos. El trauma es la asunción de la intersubjetividad. Cuando, durante los bombardeos, los niños estaban rodeados por adultos ansiosos, o cuando la inestabilidad del grupo, las evacuaciones, las fugas, las heridas o los muertos impedían la puesta en marcha de guías de resiliencia, una gran proporción de esos niños manifestaban trastornos que a veces eran duraderos. Sin embargo, cuando se encontraban rodeados por familias serenas, lo que no siempre era fácil, no manifestaban ningún trastorno psíquico. E incluso los niños solos conseguían salir mejor parados cuando, lejos de sus padres, experimentaban el placer de subirse a los tejados para asistir al maravilloso espectáculo de las deflagraciones, de los incendios y del derrumbamiento de las casas. (...) Lo que calma o perturba al niño es la forma en que las figuras de su vínculo afectivo traducen la catástrofe al expresar sus emociones. (...)

Comprender y actuar

Esto explica que los guerrilleros libaneses que presentaron menos síndromes postraumáticos, pese a haber padecido en ocasiones pruebas terribles, fueran aquellos a los que se vitoreaba, cuidaba y adulaba cuando regresaban a casa. Y también explica, por el contrario, que los veteranos estadounidenses de Vietnam se alteraran profundamente, ya que nada más regresar a su propio país fueron blanco de las críticas. (...) Durante mucho tiempo revivieron cada día los dramas en los que habían participado sin comprenderlos, sin dominar la acción ni su representación. Cuando una prueba carece de sentido nos volvemos incoherentes, puesto que, al no ver con claridad el mundo en el que vivimos, no podemos adaptar a él nuestras conductas.

Es necesario pensar un desastre para conseguir darle algún sentido, y es igualmente necesario pasar a la acción afrontándolo, huyendo de él o metamorfoseándolo. Hay que comprender y actuar para desencadenar un proceso de resiliencia. Cuando falta alguno de estos dos factores, la resiliencia no se teje y el trastorno se instala. Comprender sin actuar da pie a la angustia. Y actuar sin comprender produce delincuentes.

Durante las guerras, los que ven el drama sin actuar, los que observan pasivamente, forman el grupo de los que presentan el más elevado número de síndromes postraumáticos. 'Restricción en el empleo de las armas, ausencia de enemigo designado, pérdida del sentido de la misión; todos estos elementos se reúnen en la situación de pasividad, que constituye un factor de vulnerabilidad eminentemente desestabilizador y doloroso'. Según como sean las guerras, el número de casos de estrés traumático varía enormemente. La variabilidad de estos trastornos depende del contexto, que en unos casos concede a algunos soldados una posibilidad de resiliencia, mientras que en otros los hace vulnerables.

Actuar sin comprender tampoco permite la resiliencia. Cuando la familia se derrumba y el entorno social no tiene nada que proponer, el niño se adapta a ese medio sin sentido mendigando, robando y a veces prostituyéndose. Los factores de adaptación no son factores de resiliencia, ya que permiten una supervivencia inmediata, pero frenan el desarrollo y con frecuencia generan una cascada de pruebas.

En un medio sin leyes ni rituales, un niño que no fuera delincuente tendría una esperanza de vida muy breve. El hecho de poner su talento, su vitalidad y su desenvoltura al servicio de la delincuencia prueba que está sano en un medio enfermo. Cuando la sociedad está loca, el niño sólo desarrolla una estima de sí mismo teniendo éxito en sus correrías y riéndose de las agresiones que inflige a los torpes adultos. Cuando el mundo se cae en pedazos y desaparece la familia, la aprobación paterna ya no sirve al niño como modelo de desarrollo y cede el sitio 'a la aprobación de los iguales como elemento apto para la predicción de su propia estima'. Ahora bien, los 'primeros pasos de la estima de uno mismo se dan siempre bajo la mirada del otro'. Cuando, por causa de un hundimiento social, las relaciones se reducen a la fuerza, el niño se siente seguro desde el momento en que ha conseguido robar o ridiculizar a un adulto. Ésta es su manera de adaptarse a una sociedad enloquecida, pero esto no es un factor de resiliencia, ya que no le permite ni comprender ni actuar: no tiene sentido, es sólo una victoria miserable en lo inmediato. (...)

Cuando este proceso de resiliencia verbal, emocional y cerebral no se puede poner en marcha, el herido queda prisionero del acontecimiento pasado. (...) Sin embargo, el herido sólo se ve sometido a la impresión traumática cuando no tiene posibilidad de poner en marcha algunos factores de resiliencia.

El proceso de resiliencia permite a un niño herido transformar su magulladura en un organizador del yo, a condición de que a su alrededor haya una relación que le permita realizar una metamorfosis. Cuando el niño está solo, y cuando se le hace callar, vuelve a ver su desgracia como una letanía. En ese momento queda prisionero de su memoria, fascinado por la precisión luminosa del recuerdo traumático.

Sin embargo, desde el momento en que se le concede el uso de la palabra, del lápiz o de un escenario en el que pueda expresarse, aprende a descentrarse de sí mismo para dominar la imagen que intenta producir. Entonces trabaja en su modificación adaptando sus recuerdos, haciéndolos interesantes, alegres o hermosos para volverlos aceptables. Este trabajo de recomposición de su pasado le resocializa, precisamente a él que se había visto expulsado de un grupo que no soportaba oír semejantes horrores. Pero el ajuste de los recuerdos, que asocia la percepción del acontecimiento a la imagen deliberadamente borrosa del contexto, le prepara para la falsificación creadora que transformará su sufrimiento en obra de arte. (...)

Recursos internos

La adquisición de recursos internos ha dado al resiliente la confianza y la alegría que le caracterizan. Estas aptitudes, adquiridas fácilmente en el transcurso de la infancia, le han dado el vínculo afectivo de tipo protector y los comportamientos de seducción que le permiten permanecer al acecho de toda mano tendida. Sin embargo, y dado que hemos aprendido a considerar a los hombres mediante la palabra devenir, podremos constatar que aquellos que se han visto privados de estas adquisiciones precoces podrán ponerlas en marcha más adelante, aunque más lentamente, con la condición de que el medio, habiendo comprendido cómo se forja un temperamento, disponga en torno a los heridos unas cuantas guías de resiliencia.

Cuando la herida está en carne viva, uno siente la tentación de recurrir a la negación. Para ponerse a vivir de nuevo es preciso no pensar demasiado en la herida. Pero con la perspectiva del tiempo, la emoción que provocó el golpe tiende a apagarse lentamente y a no dejar en la memoria más que la representación del golpe. Ahora bien, esta representación que se construye tan trabajosamente depende de la manera en que el herido haya conseguido dar un contenido histórico al acontecimiento. A veces, la cultura hace de ello una herida vergonzosa, mientras que en otras circunstancias se muestra dispuesta a atribuirle el significado de un acto heroico.

Transformarse en cisne

El tiempo dulcifica la memoria y los relatos metamorfosean los sentimientos. (...) Se acepta sin esfuerzo la idea de que la guerra de 1914 a 1918 fue una inmensa carnicería cenagosa, pero, ¿quién se acuerda de los sufrimientos de las poblaciones durante la guerra de Troya? La estratagema del colosal caballo de madera ha ejercido el efecto de una fábula, ya no evoca la hambruna de diez años de sitio, ni las masacres con arma blanca, ni las quemaduras del incendio que siguieron a esta hermosa historia. La realidad se ha visto transfigurada por los relatos de nuestra cultura, enamorada de la Grecia antigua. El sufrimiento se ha apagado, sólo queda la obra de arte. La perspectiva del tiempo nos invita a abandonar el mundo de las percepciones inmediatas para vivir en el de las representaciones duraderas. El trabajo de ficción que permite la expresión de la tragedia ejerce entonces un efecto protector.

Y esto equivale a decir que hablar de resiliencia en términos de individuo constituye un error fundamental. No se es más o menos resiliente, como si se poseyera un catálogo de cualidades: la inteligencia innata, la resistencia al dolor o la molécula del humor. La resiliencia es un proceso, un devenir del niño que, a fuerza de actos y de palabras, inscribe su desarrollo en un medio y escribe su historia en una cultura. (...) No es tanto el niño el que es resiliente como su evolución y su proceso de vertebración de la propia historia. (...)

Se indica siempre el encuentro con una persona significativa. A veces basta con una, una maestra que con una frase devolvió la esperanza al niño, un monitor deportivo que le hizo comprender que las relaciones humanas podían ser fáciles, un cura que transfiguró el sufrimiento en trascendencia, un jardinero, un comediante, un escritor, cualquiera pudo dar cuerpo al sencillo significado 'es posible salir airoso'. Todo lo que permite la reanudación del vínculo social permite reorganizar la imagen que el herido se hace de sí mismo. La idea de 'sentirse mal y ser malo' queda transformada tras el encuentro con un camarada afectivo que logra hacer germinar el deseo de salir airoso. (...) La vida es demasiado rica para reducirse a un único discurso. Hay que escribirla como un libro o cantarla. (...) Basta una minúscula señal para transformar al patito feo en un cisne.

Boris Cyrulnik, La metamorfosis del patito feo, El País 13/01/200

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