Maquinisme i cultura de l´esforç.
La nueva consola del Project Natal de Microsoft, lanzada para competir con la Wii de Nintendo, permite jugar al tenis, al voleibol, al pádel o al boxeo sin necesidad de guantes ni de raquetas. Vestidos tejidos con chips invisibles abren puertas o ventanas, el aire acondicionado se regula con una pulsación a kilómetros de distancia, los coches se ponen en marcha apenas nos oyen la voz. ¿Trabajo? ¿Sacrificio?
¿Cómo reclamar que los chicos se esfuercen en los estudios y los trabajadores se afanen con el ahínco de antes si toda la cultura tiende a deshacer el valor de la abnegación?
En el siglo XIX el trabajo representaba el valor supremo de todas las cosas y el marxismo apoyaba su revolución precisamente en el expolio del valor (la plusvalía) que el sistema capitalista hacía sobre el esfuerzo del proletariado.
Pero no sólo el siglo XIX puso al trabajo en un pedestal. Antes, en el siglo XVIII la religión del espíritu fue ampliamente sustituida por la religión de las máquinas. Y dice, de entonces, Lewis Mumford: "Vivir era trabajar: ¿qué otra vida en verdad conocen las máquinas?" (Técnica y civilización. Alianza. 1971).
La máquina trabajaba como parte de una civilización que identificaba la vida con el esfuerzo por vivir como recalcaba Ortega. El agua no discurría libre y por puro gozo, sino que incluso ella, elemento sagrado, se represaba para convertirla en potencia eléctrica y procurar trabajo industrial.
La máquina, el trabajo, el maquinismo, el laborismo representaron la fuerza del bien y el progreso.
¿Quién puede decir que las cosas no han cambiado? Todo lo que viene de las máquinas se considera de menor valor, al contrario de lo que ocurría hasta bien entrado el siglo XX que lo hecho a máquina se mostraba como más perfecto y superior. Las verdaderas respuestas sensuales y contemplativas no fueron excluidas de la vida sino que entraron en ella asociadas a las artes técnicas. Y la máquina, a menudo, personificada como una criatura viva absorbió a la vez el cariño tanto del que la inventó como del trabajador (Mumford).
En nuestros tiempos, sin embargo, día tras día las máquinas desaparecen o se olvidan entre las nuevas tecnologías de la información y la comunicación: el mundo moderno no es un universo de pistones, manivelas, tornillos, válvulas, palancas o poleas, que, como antes, evocaban al cuerpo humano y su musculación.
Todo este imaginario ha sido reemplazado por el auge de lo virtual, lo intangible o lo carente de gravedad. De hecho, en Victoria&Albert Museum de Londres, el más importante del mundo en artes decorativas, se inauguró en febrero una muestra experimental donde, entre otras cosas y gracias al Body Paint de Mehmet Atken, se podía dibujar y pintar con sólo moverse delante de la pantalla.
Muchas veces las razones profundas de una Gran Crisis o cambio de época, como ésta, se encuentran allí donde menos se esperan. Codicia, avaricia, fraude, injusticia, especulación. A todos estos pecados capitales descubiertos desde la quiebra de Lehman Brothers les correspondería, en cuanto pecados horrendos, un castigo bíblico.
Este es el cuento infantil que se cuenta y se sigue pregonando por casi todas partes. Sin embargo, la cultura, el fondo ideológico de una cultura, tiene mucho que decir en el enredo. Como, por ejemplo, haber reducido drásticamente el antiguo valor que se concedía al trabajo y al esfuerzo. Tantos artefactos de última generación, tantas pantallas y operaciones de todo tipo nos responden con plena eficiencia con sólo parpadear ante ellas que muy posiblemente hayan contribuido a perder la lucidez.
¿Cómo reclamar que los chicos se esfuercen en los estudios y los trabajadores se afanen con el ahínco de antes si toda la cultura tiende a deshacer el valor de la abnegación?
En el siglo XIX el trabajo representaba el valor supremo de todas las cosas y el marxismo apoyaba su revolución precisamente en el expolio del valor (la plusvalía) que el sistema capitalista hacía sobre el esfuerzo del proletariado.
Pero no sólo el siglo XIX puso al trabajo en un pedestal. Antes, en el siglo XVIII la religión del espíritu fue ampliamente sustituida por la religión de las máquinas. Y dice, de entonces, Lewis Mumford: "Vivir era trabajar: ¿qué otra vida en verdad conocen las máquinas?" (Técnica y civilización. Alianza. 1971).
La máquina trabajaba como parte de una civilización que identificaba la vida con el esfuerzo por vivir como recalcaba Ortega. El agua no discurría libre y por puro gozo, sino que incluso ella, elemento sagrado, se represaba para convertirla en potencia eléctrica y procurar trabajo industrial.
La máquina, el trabajo, el maquinismo, el laborismo representaron la fuerza del bien y el progreso.
¿Quién puede decir que las cosas no han cambiado? Todo lo que viene de las máquinas se considera de menor valor, al contrario de lo que ocurría hasta bien entrado el siglo XX que lo hecho a máquina se mostraba como más perfecto y superior. Las verdaderas respuestas sensuales y contemplativas no fueron excluidas de la vida sino que entraron en ella asociadas a las artes técnicas. Y la máquina, a menudo, personificada como una criatura viva absorbió a la vez el cariño tanto del que la inventó como del trabajador (Mumford).
En nuestros tiempos, sin embargo, día tras día las máquinas desaparecen o se olvidan entre las nuevas tecnologías de la información y la comunicación: el mundo moderno no es un universo de pistones, manivelas, tornillos, válvulas, palancas o poleas, que, como antes, evocaban al cuerpo humano y su musculación.
Todo este imaginario ha sido reemplazado por el auge de lo virtual, lo intangible o lo carente de gravedad. De hecho, en Victoria&Albert Museum de Londres, el más importante del mundo en artes decorativas, se inauguró en febrero una muestra experimental donde, entre otras cosas y gracias al Body Paint de Mehmet Atken, se podía dibujar y pintar con sólo moverse delante de la pantalla.
Muchas veces las razones profundas de una Gran Crisis o cambio de época, como ésta, se encuentran allí donde menos se esperan. Codicia, avaricia, fraude, injusticia, especulación. A todos estos pecados capitales descubiertos desde la quiebra de Lehman Brothers les correspondería, en cuanto pecados horrendos, un castigo bíblico.
Este es el cuento infantil que se cuenta y se sigue pregonando por casi todas partes. Sin embargo, la cultura, el fondo ideológico de una cultura, tiene mucho que decir en el enredo. Como, por ejemplo, haber reducido drásticamente el antiguo valor que se concedía al trabajo y al esfuerzo. Tantos artefactos de última generación, tantas pantallas y operaciones de todo tipo nos responden con plena eficiencia con sólo parpadear ante ellas que muy posiblemente hayan contribuido a perder la lucidez.
Vicente Verdú, Mirar sin ver, El País, 08/04/2010
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