El trabajo teórico de Valcárcel tiene como uno de sus principales rasgos distintivos la crítica al esencialismo. Continúa así con la tarea emprendida por Celia Amorós de poner en cuestión toda identidad fuerte de “las mujeres”. Lo que Amorós revindica, frente a esa identidad genérica en la que siempre el patriarcado nos inscribe —y que nos vuelve seriales, indiferenciables e indiscernibles— es nuestro derecho a la individuación. Adquirir el estatuto de sujetos para las mujeres pasa por conquistar nuestro derecho a la diferencia, entendida ésta como una diferencia no con respecto a los hombres sino con respecto nosotras mismas. Es precisamente este espíritu anti esencialista lo que llevó al feminismo de la igualdad a constituirse en contraposición a unos feminismos de la diferencia, muy presentes tanto en el contexto francés como en Italia. Amorós desconfió siempre de que la noción de lo femenino —propia de los feminismos en diálogo con el psicoanálisis— abriera caminos emancipatorios y discutió con vehemencia los feminismos italianos que hacían de una especificidad femenina vinculada al cuerpo y a lo biológico la condición de partida sobre la cual edificar un proyecto político feminista. A su juicio, los feminismos empeñados en identificar a las mujeres como sujeto político a partir de la diferencia sexual acababan restaurando el biologicismo, idealizando la maternidad, la relación de las mujeres con la naturaleza o los famosos cuidados femeninos. Consideró que el feminismo y la posmodernidad implicaban una liaison dangereuse y que en esa promesa de superar la Modernidad y esa reivindicación de la diferencia como algo ahora deseable, se hacía de la necesidad virtud vendiéndonos como rebeldía femenina lo que sigue siendo nuestra vieja exclusión del orden político y social.
Si algo me parece evidente es que esta vacuna crítica contra el esencialismo era tan necesaria entonces como sigue siendo necesaria hoy. Cuando la propia izquierda defiende el acceso de las mujeres a cargos políticos y listas electorales prometiendo así una política buena, me parece que el discurso feminista más radical es aquel que recuerda que, incluso pudiendo ser malas, al menos tan malas como los hombres, tenemos derecho al poder en igualdad de condiciones que los hombres. Cuando los discursos sobre la sexualidad defienden el derecho de las mujeres al deseo y parecen hacer descansar en ello la promesa de un sexo bueno, quizás convenga recordar que no tenemos derecho al sexo (al menos el mismo derecho que los hombres) solo bajo la condición de tener deseos bellos y buenos.
Una de las grandes apuestas filosóficas del feminismo ilustrado de la igualdad fue rescatar para el feminismo algunas de las filosofías dualistas que peor prensa tenían en el pensamiento contemporáneo de los noventa. Contra todo pronóstico, Amorós reivindicará las potencialidades feministas de la filosofía cartesiana o kantiana y afirmará que es precisamente la separación del alma y del cuerpo lo que abre la puerta a la irrelevancia del sexo biológico y, por lo tanto, al combate de las mujeres contra un orden social edificado sobre esa diferencia. Sin duda tiene mucho de trágico ver cómo hoy quienes nos alertaron contra el peligro que supone deducir del cuerpo una manera de estar en el mundo agitan discursos del pánico contra las mujeres trans y sostienen que permitir entrar en nuestros baños a personas con pene supone un evidente peligro sexual para nosotras. Una diferencia sexual que en otro tiempo fue sometida a sospecha es ahora recuperada, resignificada, fortificada en su versión más biologicista y determinista e investida como condición sine qua non de la autenticidad y la viabilidad política del feminismo.
En el verano de 2019, Amelia Valcárcel, fundadora de la Escuela Feminista Rosario Acuña, reunió como anfitriona a las principales voces del feminismo de la igualdad para poner en común una preocupación. Los marcos teóricos de la teoría queer, la agenda del movimiento trans y la demanda del cambio de sexo registral fuera del marco de la enfermedad mental supondrían un peligro para el feminismo. Por primera vez de forma clara se expresó allí la acusación que este feminismo lanza no sólo contra lo que llaman el “generismo queer” sino contra la existencia misma de las personas trans: su identificación con un modo masculino o femenino de habitar el mundo reificaría el sexismo y su reclamación de que esta adscripción de género sea validada y reconocida por la ley trabajaría contra la agenda del feminismo y su horizonte de abolir el género.
En efecto, es cierto que todas las feministas aspiramos a abolir el género, tan cierto como que, en el mientras tanto, todas nosotras lo habitamos y lo reproducimos. También Amelia Valcárcel se viste cada día de mujer por mucho que lleve tacones de tres y no de 20 centímetros. Por supuesto, tendremos que combatir la obligación de llevar tacones o de ser madres o de llevar velo o ser femeninas pero eso es muy distinto que combatir a las mujeres que se ponen tacones o son madres o a quienes se ponen un velo o son femeninas. Se trata de no confundir al enemigo y, por tanto, de combatir una estructura social y no a los sujetos de esa estructura. Si ser mujeres es un obstáculo para tener determinados derechos, también lo es en el mundo que hoy existe no encarnar claramente un género, o no como la sociedad lo espera, lo que para algunas personas puede suponer un lugar inhóspito e inhabitable. Quienes reivindican poder ser hombres o mujeres en un mundo donde todos lo somos no reproducen más el género de lo que todos los demás lo hacemos. ¿Qué derecho tenemos, quienes somos comprensibles en los términos que gobiernan nuestra sociedad, a exigirles a otros que batallen por defender su incomprensibilidad? ¿Por qué se acusa de perpetuar el género a quienes más sufren las consecuencias de su existencia? ¿Con qué legitimidad se señala como colaboradores del sistema patriarcal a quienes reclaman el derecho a no ser violentados, humillados o excluidos por una sociedad donde existe el género y de la que todos y todas formamos parte? ¿Acaso tendrían que convertir su propio cuerpo y su existencia cotidiana en un frente de lucha por la abolición del género? Para quienes nos instruimos en la reivindicación de nuestro derecho al mal y aprendimos a rechazar cualquier exigencia de virtud, excelencia o bondad especial para las mujeres no es aceptable esta exigencia de heroísmo militante que parece hacérsele a las personas trans.
El peligro que amenaza siempre al feminismo de la igualdad es que la Ilustración se torne despotismo ilustrado. Es justamente ese salto el que emprenden muchas de las feministas de la igualdad cuando inscriben a los sujetos políticos cuyas luchas impugnan —sean trabajadoras sexuales que se organizan en sindicatos, mujeres feministas que llevan velo o personas trans que demandan derechos— en el reino de la falsa conciencia. Decía Celia Amorós, en la mejor de las tradiciones ilustradas, que un sujeto que demanda más libertad es un sujeto que ya siempre es en algún sentido libre. Y por eso tiene sin duda un carácter trágico la deriva despótica de un feminismo que parece entenderse a sí mismo como una vanguardia iluminada y que se siente asistido por la verdad y la razón para emprender una guerra contra quienes considera esclavos que reivindican sus cadenas.
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