"La classe alta és la que té millor consciència de classe" (Richard Sennet)








“Odio sonar como un viejo marxista”, dice Richard Sennett por videollamada, “pero el individualismo no es una inocente categoría cultural, su fundamentación está en la economía”. Según el sociólogo estadounidense, autor de obras como La corrosión del carácter o El declive del hombre público (ambos, en Anagrama), la cosa también va por clases. Las élites no son individualistas, predomina cierto corporativismo y en ocasiones se dice que la clase alta es la que tiene mayor conciencia de clase y se organiza mejor para defender sus derechos. El individualismo se promueve entre las clases medias y bajas, donde las nuevas formas de trabajo ofrecen pocas experiencias sociales y fomentan la competición. El auge del individualismo está asociado al auge de los trabajos de oficina y las profesiones liberales, menos dados a la unión de los trabajadores que el tradicional trabajo industrial, según encontró un estudio de las universidades de Waterloo (Canadá) y Arizona (EE UU).

“La modernización y el auge del capitalismo fueron en detrimento de lo comunitario”, explica la filósofa Carolina del Olmo, autora de ¿Dónde está mi tribu? (Clave Intelectual). Lo ejemplifica con la disminución de las relacionales sociales densas: desde la transformación de la vida de pueblo (con todos sus inconvenientes) en la vida urbana hasta la sustitución de la familia extensa por la familia nuclear moderna, pasando por el trabajo estable que se torna en precariedad y cambio constante. Del Olmo observa esta disolución de lo social especialmente en la crianza: donde antes se criaba entre muchos miembros de la familia extensa e incluso vecinos circundantes, ahora los padres (más en concreto, las madres) tienen que echarse la crianza a la espalda o externalizar los cuidados a terceros. Pero, como dice un proverbio africano, para criar un niño hace falta toda una tribu.

Si bien en algunas sociedades antiguas, como la democracia ateniense o la república romana, la condición de ciudadano, aunque era restringida, implicaba la participación en la vida pública, en las sociedades individualistas contemporáneas priman los intereses personales. En España se observa que, aunque la política sea el entretenimiento nacional, la afiliación a los partidos y sindicatos es baja, igual que es modesto el asociacionismo, ya sea en asociaciones políticas o sociales como culturales o de ocio. La tasa de asociacionismo es del 25% frente al 43% de la media europea. Baja en comparación con otros países del entorno como Francia (51%) o Alemania (48%), según un informe de la Fundación BBVA de 2019. Los países nórdicos tienen tasas muy altas, como Dinamarca (92%) o Suecia (83%), según otro informe de la misma entidad de 2013.

“La gran incertidumbre asociada a la vida individualista acaba llevando a una personalidad más marcada por una suerte de egoísmo de náufrago”, dice Del Olmo; “cuando no tienes una red de apoyo y más frágil eres, más instintiva es la reacción de salvar tu propio culo”.

El individualismo es una postura paradójica. En sus comienzos significó un progreso para las sociedades y contribuyó a la superación del Antiguo Régimen. Poner el foco en el individuo permitió la conquista de las libertades y la construcción de las democracias liberales. Pero las tensiones entre lo individual y lo colectivo son inherentes a la experiencia humana y siguen inevitablemente en el corazón de los debates. ¿Cuántos impuestos debemos pagar? ¿Cuánto deben abarcar los servicios públicos? ¿Cuál es mi responsabilidad en los problemas medioambientales? El individualismo exacerbado, tal como se propone en la actualidad, puede llevar a la atomización y desgarro de la sociedad.

“Poner al individuo en el centro del pensamiento moral y político, cosa que ocurrió a partir del Renacimiento, dio pie, por ejemplo, a las distintas declaraciones de derechos humanos fundamentales”, explica la filósofa Victoria Camps, autora, entre otros, de Paradojas del individualismo (Crítica). El objetivo de lo colectivo se fijó en lograr la realización igualitaria de todos los individuos. La paradoja que propone Camps reside en que la libertad individual llegó con otros problemas: “Cada vez es más difícil usar esa libertad”, añade la pensadora.

El liberalismo clásico propone libertad individual, limitación del poder del Estado, propiedad privada. Adam Smith hizo hincapié, por ejemplo, en la conveniencia de la persecución del interés propio para lograr el bien común, mediante la intervención de la “mano invisible” del mercado. El término individualismo, según el consenso aceptado, surge a principios del siglo XIX, al mismo tiempo que socialismo.

Tras la Segunda Guerra Mundial se establece el Estado de bienestar, alimentado por vientos socialdemócratas, que logró un mayor equilibrio entre la responsabilidad individual y la solidaridad colectiva. “Se otorgaron derechos sociales que ‘desmercantilizaron’ ciertas prestaciones o seguros, lo que permitió una profundización del individualismo. ‘Libres’ de ciertos temores, como el desempleo, la enfermedad o la vejez, los individuos se sintieron más libres en la elección de sus obligaciones sociales. La familia, los amigos, la comunidad fueron percibidos como menos ‘esenciales’ para la propia sobrevivencia”, dice Martuccelli. Paradójicamente, el Estado social fue clave para el aumento del individualismo. También la contracultura de los años sesenta, de corte izquierdista radical, promovió un tipo de individualismo creativo que está en el corazón de la ideología de Silicon Valley y los estilos de vida promovidos por el neoliberalismo.

Solo en la bolera es la traducción del poético título Bowling Alone, obra del sociólogo Robert D. Putnam: durante los años ochenta se registró en Estados Unidos un declive del juego en común a los bolos. La gente jugaba sola. Los patrones de sociabilidad estaban cambiando. Putnam publicó este ensayo en 2000 denunciando desde el título la debilitación de los lazos comunitarios. Para el autor, esa falta de interacción social ponía en peligro la democracia. “Alexis de Tocqueville, cuando escribió La democracia en América a principios del siglo XIX, asumió que el individualismo y la igualdad iban de la mano, pero se ha comprobado que no es así”, apunta Sennett. En los Estados Unidos del silgo XX el individualismo siempre encontró suelo fértil y sigue poniendo el carril por el que avanzan los demás países occidentales. Ahí hizo carrera Ayn Rand, la novelista rusoestadounidense creadora del objetivismo, partidaria de un individualismo radical, que rayaba en la celebración del egoísmo (no tienen por qué ser sinónimos) y el triunfo de los más fuertes. “Rand no creía que la preocupación por el bienestar de los demás tuviera que suponer un límite para la libertad personal”, escribe Higgs.

El neoliberalismo, en principio una corriente casi subterránea promovida por la pequeña Sociedad Mont Pelerin y un puñado de economistas austriacos, acabó imponiéndose en los años ochenta, cuando Reagan y Thatcher llegaron al poder y dieron carpetazo a la hegemonía socialdemócrata. Fomentaron la iniciativa y la responsabilidad individual, con un rechazo cerval a lo colectivo.

“La desigualdad entre los de arriba y los de abajo ha fomentado el individualismo de los del medio”, dice Sennett. Lo percibe en las cafeterías de la cadena Starbucks: si el café clásico era un lugar para socializar, en estos lugares se suele abrir el ordenador para perderse en sus entretelas. También en los centros de las grandes ciudades devoradas por el turismo, que ya no están dispuestas para la vida social, sino para el negocio. “Nuestras redes sociales cada vez son más cortas e íntimas, solo nos relacionamos con los familiares o amigos más cercanos”, añade el sociólogo.

Lo comunitario se reivindica en estos tiempos disgregados por los nacionalismos, que, frente a las sociedades cada vez más atomizadas, proponen un sentimiento de pertenencia a la nación. La extrema derecha reivindica visceralmente valores tradicionales como la familia y la patria. Desde la izquierda se sigue haciendo hincapié en la necesidad de sostener lo público y lo común lejos de la jungla de la competición y el mercado. Las condiciones del futuro pueden mover el péndulo hacia un lado: el pensador francés Bruno Latour creía que la amenaza del cambio climático, del que no podemos protegernos solos, llevaría a nuevas formas de comunidad. En la última pandemia, sin ir más lejos, ya se experimentó un reflujo de lo colectivo: el coronavirus hizo evidente la íntima conexión entre todos los terrícolas.

Sergio C. Fanjul, Egoísmo de náufragos ..., El País 17/12/2023

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