Quan la vellesa és més llarga que la vida.






Los cuerpos son de distintos tamaños y colores, cambian constantemente de volumen, textura y sonoridad y abrigan además una individualidad con la que hay que contar para medir y aliviar el dolor del mundo. Hay cuerpos niños, jóvenes y viejos; cuerpos femeninos y cuerpos masculinos; cuerpos blancos y negros; cuerpos fuertes y débiles, grandes y pequeños, sanos y enfermos. En una sociedad más justa que la nuestra algunas de estas diferencias dejarán de tener significado social y rango jerárquico, pero otras, en cambio, mantendrán su valor clasificatorio, no importa cuánto mejor sea el mundo que imaginemos. Pensemos, por ejemplo, en las relativas a la edad. No cabe concebir ningún orden alternativo, al menos deseable, en el que niños, jóvenes y viejos se comporten de la misma manera o sean tratados con igual rasero: ninguno en el que esa diferencia biológica no tenga consecuencias sociales y reclame consideraciones discriminatorias. Se podrán amortiguar, sí, los conflictos generacionales en diferentes moldes culturales, pero jamás resolver del todo. El cuerpo existe antes que el capitalismo, como lo prueba el hecho mismo de la explotación económica; pese a la robotización y la apoteosis financiera, se sigue extrayendo beneficio de los cuerpos humanos, que se defienden ostentando sus diferencias: los niños, los ancianos y los enfermos, por ejemplo, ya no van, o no deberían ir, ni a la fábrica ni a la guerra.

Así que la edad no es una cuestión baladí. La edad, claro, es una época, una familia, una clase, un país, un género, pero también un cuerpo. Los niños son redonditos y frágiles; los jóvenes enérgicos y abstractos; los viejos concretos y lentos. Los niños necesitan de otro cuerpo para sentarse; los jóvenes necesitan obstáculos contra los que chocar y mucho espacio en el que equivocarse a sus anchas; los viejos necesitan tiempo para abrocharse la camisa. En nuestras sociedades occidentales, que han acelerado y prolongado la vida, los niños son las mercancías más preciadas, junto con los coches; los jóvenes son celebrados como idea y reprimidos, sin embargo, fuera del futuro; los viejos, casi inmortales, se convierten, como Titonio, en cigarras arrugadas que hay que encerrar en una caja. Los niños quieren crecer, pero no se imaginan la vejez; los jóvenes quieren cambiar el mundo sin cambiar ellos mismos; los viejos quieren que acabe el día, pero no la vida.

Centrémonos, en todo caso, en los jóvenes y los viejos, condenados, al parecer, a no entenderse. A cierta edad uno se escucha decir a sí mismo, o escucha decir a los demás, esta locución ominosa: "en mis tiempos", "en tus tiempos". Basta declinar en plural la palabra "tiempo" para que pase a significar otra cosa: de un flujo a un segmento, de un drama metafísico a un habitáculo histórico. El tiempo es el ácido fluyente en el que se van disolviendo poco a poco los cuerpos; los tiempos, en cambio, ese recinto poroso en el que coinciden cuerpos más o menos coetáneos en torno a prácticas, modas, músicas, lecturas, acontecimientos, artefactos. El tiempo es irrestañable y vertical; viene de muy lejos y está ya muy lejos, después de atravesarnos, cuando fijamos la mente en él. Los tiempos, al contrario, son sociológicamente aprehensibles: son, si se quiere, la "epoca". ¿En qué momento, a qué edad, uno se queda fuera de los tiempos? ¿Tras qué tropiezo vital irreversible deja uno de pertenecer a su época? ¿No es esta ya "mi época"? ¿No sigo leyendo, informándome, interviniendo, viendo las últimas series, conmoviéndome con las últimas guerras? ¿No uso los gadget y aplicaciones comunes? ¿No sé pagar con bizum? No basta. Los verdaderos "tiempos" son aquellos en los que discurre nuestra juventud: nuestra juventud, quiero decir, en un sentido lato, extendida hasta eso que los antiguos griegos llamaban acmé, el momento de máxima claridad mental, que ellos situaban a los cuarenta años y que hoy podemos prolongar quizás hasta los cincuenta. Ahí acaba mi época; ahí terminan mis tiempos. Después, ya sólo hay "tiempo", esa hemorragia monótona, implacable, irrestañable, que nos deshila y vacía a todos por igual.

¿Pero es esto realmente así? ¿De quién son hoy nuestros "tiempos"? ¿De los jóvenes? ¿De qué jóvenes? Creo que los acontecimientos, las informaciones, las modas, las lecturas, los artefactos, las mercancías, las imágenes, las generaciones se han acelerado de tal modo que han acabado por sincronizarse con el flujo del tiempo mismo y ya no tienen -por eso- tiempo de cristalizar en una comunidad histórica, de rebalsar y delimitar una unidad compartida (una "época") que pueda ser vivida entre coetáneos laxos y transmitida a los descendientes -cuyo aliento sentimos una y otra vez en la nuca. Antes "los tiempos" corrían más que los viejos, que son lentos; ahora corren más que los cuerpos, por rápidos que se crean: quiero decir que nadie tiene un cuerpo lo bastante joven para seguir el paso de la "época", como ningún caballo era ya lo bastante caballo, a partir de 1830, para correr en paralelo a la locomotora. Los tiempos, por así decirlo, se han emancipado; no son de nadie; son ellos mismos. Los tiempos ya no tienen contemporáneos. Contemporáneos eran los que vivían en sus "tiempos", y eso quería decir: los que coincidían de tal manera con ellos que podían cambiarlos, o al menos arañarlos, con un gesto más o menos consciente. Ya no tenemos la sensación de que eso sea cierto. Nos movemos entre coetáneos identitarios, no entre contemporáneos activos que, como en todas las épocas, se resisten en vano a ser derrocados por los que los escuchan hablar desde el vagón de al lado. Estamos todos, me temo, igualmente fuera de los "tiempos". A todos nos han dejado atrás. ¿De quién son "los tiempos"? Son un poco más de los ricos, es verdad, pero tampoco mucho. Son un poco más de los que inventan gadget en Sillicon Valley, de acuerdo, pero no tanto. ¿De quién son? Son de las finanzas inasibles, de las máquinas, de la IA, de las bombas que caen "solas" sobre Gaza, de las imágenes celerísimas que se suceden en nuestras pantallas.

Pero quedan (¡quedan!) los cuerpos: los palos atravesados en las ruedas del tiempo. Los cuerpos rotos, los cuerpos bellos, los cuerpos torpes, los cuerpos lentos. Los cuerpos jóvenes y los cuerpos viejos. Salvo algunas excepciones (pienso en mi suegra y en Maruja Torres), todos envejecemos mal. Las tonterías de algunos jóvenes las disculpamos porque son jóvenes; incluso cuando repiten los errores de sus antepasados nos parecen modernos porque saltan y bailan y follan y sufren intensamente. Los viejos, en cambio, impacientan a un mundo impaciente que nunca corre lo bastante deprisa. Vale. Es nuestro último tributo a una biología presuntamente vencida. Ahora bien, existe una combinación que, no sin motivo, se nos antoja particularmente odiosa. Me refiero a la del cuerpo-viejo-hombre-macho que, debilitado el lóbulo frontal, se desinhibe en público sin apenas bridas. Hemos visto algunos ejemplos estos días: Tamames, González, Guerra. Pero cuidado. Antes de dejarnos llevar por el edadismo, recordemos todas las estupideces que dicen Ayuso, Negre, Vito Quiles y tantos otros ultras que están en la flor de la edad. Tamames, González, Guerra están tan fuera de juego, en realidad, como esos cientos de jóvenes que se manifiestan, brazo en alto, en Ferraz. O como los millones de jóvenes que, perdido el frontal tecnológico, se desinhiben en las redes. Son todos por igual, somos todos por igual, los viejos y los jóvenes -cerremos la paradoja-, de nuestra "época": esa que no alberga ya "tiempos" sino solo "tiempo", y que tiene quizás los minutos contados. Todos merecemos, pues, un poco de piedad. Si estos provectos mamuts nos irritan más es porque detentan aún el poder suficiente para generar efectos; y porque, siendo viejos, no se resignan, al contrario que nuestros padres y abuelos, a dejarse solo mirar, como grandes elefantes caídos o rocas trabajadas por la erosión. La vejez, ay, es a veces interesante para la mirada, casi nunca para el oído, nunca para las manos y jamás para la admiración: la podemos fotografiar pero no amar y mucho menos desearla en el propio cuerpo. Podrá parecernos injusto, pero esa es la ley de los cuerpos desgastados en el mundo sublunar, y más en condiciones antropológicas neoliberales; conviene, por tanto, que vayamos haciéndonos a esta idea los que dejamos atrás, hace una década, nuestro acmé. Así son las cosas: nos enternecen los cachorros, nos admira la energía juvenil, nos desagrada la vejez contagiosa que anticipa nuestro destino individual. Los niños siguen siendo, como siempre, maravillosos, a los jóvenes les falta hoy ese acontecimiento espacial que tuvo la generación del 15M y a los viejos les hemos prolongado tanto la vida que las tardes se les hacen demasiado largas y los años demasiado cortos. Siempre ha habido casos excepcionales, es verdad, de crepitante longevidad  natural, pero quizás conviene preguntarnos si no hemos generado unas condiciones en las que nuestra vejez es más larga que nuestra vida; en las que, en definitiva, vivimos pocos "tiempos" y demasiado tiempo. Eso lo tendrá que decidir cada uno, por supuesto, admitiendo a la vez que es muy difícil saber desde dentro cuál es el momento justo de retirarse del propio cuerpo, y ello porque los cuerpos son más antiguos que el capitalismo y porque bajo el capitalismo los cuerpos sobreviven a menudo a la conciencia y la voluntad. Pero digamos que, si estoy a favor de la eutanasia física, mucho más de la eutanasia pública y mediática: la última frase, decía Aristóteles, es la que define hacia atrás toda la existencia. Aprender a morir es prepararse esa última frase; o aprender tal vez a callársela. Casi todos erraremos el tiro, desde luego, pero en este terreno, como en otros, llevan ventaja los que no han tenido nunca ningún poder: es decir, los pequeños, los plebeyos, los silenciosos, los valientes. Si hay algún argumento decisivo contra el poder, en efecto, es este de que, si lo tienes o lo has tenido y vives lo suficiente, acabarás metiendo la pata sin remedio.

Santiago Alba Rico, De chistes malos y viejos tiempos, publico.es 28/11/2023


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