Violència i teologia.
Dios es todopoderoso y su violencia no necesita justificación: emana de su propia sustancia como expresión espontánea de su divinidad. El discurso de Netanyahu y sus zelotes, trufado de citas bíblicas, es fundamentalista, sí, pero el poder de Dios se manifiesta sobre todo en su poder de matar desde el cielo, sin mediación humana, a través de la más alta tecnología. La horizontalidad es propia de mindundis despiadados que necesitan acercarse a otro cuerpo para acuchillarlo; a mayor poder, en cambio, mayor verticalidad, mayor distancia y, en consecuencia, mayor inocencia.
La violencia terrestre produce víctimas; la violencia aérea produce cifras. Nos horrorizan las víctimas, por pocas que sean, porque tienen rostro y nombre; nos fascinan las cifras, que se multiplican por sí mismas y piden más y más levadura. La hasbará sionista no juega solo con palabras. Sabe que sus bombardeos son inocentes porque matan a más gente; y son inocentes porque llevan la marca tecnológica de la cólera celeste. ¿No hay algo profundamente fascinante, vistosamente convincente, en las medusas de fósforo blanco cayendo sobre la ciudad? ¿No hay algo sublime en los bólidos luminosos que surcan el cielo nocturno y desatan incendios rojos entre las casas? Yahvé destruyó Sodoma pese a los ruegos de Abraham: “¿Destruirás también al justo con el impío? Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él?”. Yahvé, como sabemos, no encontró ni siquiera diez e “hizo llover sobre Sodoma”, dice el Génesis, “azufre y fuego de parte de Jehová desde los cielos”; y “destruyó la ciudad, y toda aquella llanura, con todos sus moradores, y el fruto de la tierra”.
Israel ha puesto su tecnología militar al servicio de una misión religiosa que es tanto más justa cuantos más misiles y aviones despliega en el cielo de Gaza, que es tanto más legitima cuantos más niños mueren entre sus escombros. Solo un Dios puede matar a un niño; solo un Dios muy justo, muy magnánimo, muy cargado de razón, puede matar a cuatro mil. Como he escrito otras veces, el fin nunca justifica los medios, pero los medios (de destrucción) justifican siempre todos los fines.
Más allá de cierto umbral, la violencia excesiva es omnipotencia divina. Está por encima de las leyes terrestres y sus tipos penales. La máxima violencia no tiene ni responsabilidad ni autoría: los israelíes son asesinados por mano aleve e inhumana; los palestinos mueren por una especie de inercia ecológica sobrenatural. Por eso mismo, la omnipotencia divina, que prorrumpe desde el cielo y en la distancia, como la tempestad, nos deja mudos a los que la contemplamos. Pues es mudez, sí, la desproporción existente entre lo que puede decir el lenguaje humano, con sus hipérboles de gorrión, y el aguacero de azufre que se abate día y noche sobre Gaza. Hablamos demasiado porque caen demasiadas bombas, a modo de eco impotente, pero mientras que las “demasiadas bombas” dicen exactamente lo que tienen que decir, las “demasiadas palabras” son ya mucho más huecas que el silencio. La operación israelí contra Gaza es, ay, de una eficacia asombrosa: mata muchos amalecitas, llamados también palestinos, publicita la omnipotencia terrible de Yahvé y vuelve inaudibles todas las palabras de protesta o de dolor. Las bombas de Israel ridiculizan todas las lenguas de Babel.
A alguien podría asombrarle que los discursos religiosos convivan con la más refinada tecnología, pero la historia no es progreso sino desmoronamiento: acumula y actualiza sin parar todas las ruinas del espíritu humano. De hecho, en el caso de Israel puede decirse que la tecnología armamentística tiene una indudable dimensión teológica: hace realidad, cuatro mil años después, el poder de Yahvé de destruir ciudades desde el aire. Los misiles y las bombas convierten Gaza en un escenario bíblico que el gobierno integrista de Tel Aviv y miles de israelíes celebran como repetición y colofón de una revancha antigua en la tierra de Canaan. El Holocausto nazi ya no es el referente, salvo porque algunos israelíes condenarían a las cámaras de gas a los judíos que defienden valores universales: eso le deseaba en un vídeo reciente una mujer israelí, elegante y cargada de razón, a un compatriota que denunciaba las matanzas de su gobierno. Creo que esta transformación de la sociedad israelí no se ha valorado lo suficiente: quiero decir que muchos israelíes ya no se viven a sí mismos como las víctimas del nazismo sino como los triunfadores de la Biblia: como instrumentos, si se quiere, del Dios justo y colérico que arroja azufre sobre las ciudades. No es una casualidad que, dentro y fuera de Israel, sean aquellos judíos fieles a la memoria del Holocausto los que valientemente protestan contra los crímenes de Netanyahu: no creen que la misión del judaísmo sea invertir las tornas sino impedir cualquier forma de repetición.
No hay una guerra de religiones en Palestina y mucho menos una “guerra contra los judíos”. Pero la guerra colonial contra los palestinos, la realmente existente, sí se asienta en un raíl religioso. Los palestinos, como los amalecitas, están en la tierra que prometió Yahvé a los judíos y contra ellos, por tanto, todo está permitido. Los misiles, las bombas, el fósforo blanco son citas de la Biblia como las decapitaciones de Daesh son citas del Corán. Las primeras víctimas de esta radicalización religiosa son los palestinos; luego los judíos, fragilizados por la barbarie israelí; después todos los que -allí donde las democracias apoyan el integrismo sionista y no el derecho internacional- seremos arrastrados en el vórtice de la destrucción sin fuerza moral para protestar contra los que, fabricados por nuestros crímenes, respondan en el espejo con violencia desesperada y terrorismo.
Santiago Alba Rico, Yahvé en Gaza, publico.es 12/11/2023
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