L'escepticisme contra el ChatGPT
¿Qué dirían los escépticos de la digitalización del mundo? La palabra griega “escéptico” significa mirar cuidadosamente, examinar atentamente las cosas. Su marca es la cautela, la moderación ante entusiasmos y promesas. El tecnoliberalismo es pródigo en promesas: optimización de la productividad, pingües beneficios, resolución automatizada de todo tipo de situaciones. Sus promesas carecen de límite, como muestra Lionel Trilling en La imaginación liberal. Sospecho que verían en los tecnócratas una amenaza para el pensamiento. Vencen, por aplastamiento informativo, en todos los debates, vencen incluso al ajedrez. Dirimen qué es verdadero y qué no lo es. Y reinvierten sus beneficios en poder conminatorio y propaganda. Cuando el lenguaje pesa como una losa (ChatGPT), entonces ya no es posible el pensamiento. Pues pensar es, precisamente, poner en suspenso el lenguaje, desafiarlo, poner al descubierto la nadería del signo. Esa suspensión del juicio que trae el escepticismo, esa suspensión del lenguaje, dará lugar, inevitablemente, a un nuevo lenguaje. Eso hacen los poetas genuinos y los científicos innovadores: hacen avanzar los lenguajes, renuevan la magia de lo simbólico, abren nuevos horizontes, alentando nuestra condición caminera.
Cuando al escéptico se le reprocha que se instala en la paradoja (“sólo sé que no se nada”), responde que esa es la condición esencial del cuerpo vivo y deseante. El escepticismo total es tan imposible como el dogmatismo completo. Queda entonces el relacionismo. Santayana lo dejó claro: no es posible sustraerse a la fe animal. Somos cuerpos vivos. Se nos impone el deseo y la supervivencia. Todo conocimiento “es una fe con interposición de símbolos”, todos ellos falsos, todos ellos provisionales. De hecho, en sentido estricto, no es posible oponer al escepticismo el dogmatismo. Ambos se mueven dentro de un mismo ámbito, el de la vida. El dogmatismo permite el avance de las ciencias. El escepticismo, si de algo puede sernos útil, es como custodio y promotor de la libertad humana. Pero no nos confundamos. El escepticismo no es una doctrina, tampoco una teoría del mundo. Es una actitud, una cultura mental, que evita dejarse atar por el lazo de las palabras, que es insurgente a la imposición de los signos. Podría decirse que, más que un modelo de mundo, es un instinto. La sospecha de que, al fin y a la postre, la actitud escéptica está más cerca del fondo de lo real que cualquier sistema simbólico.
Los escépticos antiguos acumularon argumentos para mostrar que lo más juicioso y razonable era la suspensión del juicio. El trilema de Agripa o el principio de incompletitud de Gödel desconfían de la posibilidad de justificar cualquier tipo de proposición, incluso en ciencias formales como las matemáticas o la lógica. Pero mientras el escepticismo antiguo fue una actitud, el moderno exige posicionarse. Una muestra excelente y no tan reciente es Montaigne y, en filosofía de la ciencia, los discípulos díscolos de Popper (Feyerabend, Skolimowski). Niels Bohr y Bruno Latour podrían añadirse a la lista. El conocimiento científico no sólo ha de ser replicable, sino falsable. Sólo se puede conocer lo falso. Eso es lo que define a la Ciencia (no el método, que hay tantos como ciencias e ingenios). Todo lo que conocemos es provisional, a la espera de que otro conocimiento lo desplace. Si hubiese un conocimiento seguro, no habría cambios en el conocimiento, y el saber no podría avanzar. Y vemos que a veces avanza en direcciones siniestras.
Las ciencias han de ser provisionalmente dogmáticas, no hay otro modo de trabajar. Hay fundamentos que no se pueden replantear. Hacerlo supone desatar una revolución científica, como explicó Thomas Kuhn, y la ciencia no puede vivir permanentemente revolucionada. Hay dogmas que pueden durar 300 años, como ha ocurrido con el espacio-tiempo newtoniano. ¿Cómo se podría medir si el espacio y el tiempo no se están quietos? Frente a ese dogmatismo, que exige postulados, axiomas, fundamentos, el escéptico ofrece la magia del relacionismo. Esto es como aquello, un principio muy budista.
Pero el escepticismo no exige abandonar la filosofía o dejar de entretenerse con ella. De hecho, hay que hacerlo, pero siempre con esa distancia irónica que enseñó Sócrates, con esa disposición a cuestionar las propias opiniones o reírse de ellas. Hay que acabar con la seriedad con la que tomamos las respuestas de ChatGPT o cualquier otro chatbot, cuyos automatismos (basados en el deep learning) no dejan de ser software programado. Esto no implica ningún tipo de actitud irracional; de hecho, los filósofos irónicos suelen ser los más razonables. Dudan de que pueda descubrirse la razón necesaria y suficiente de las cosas, la literalidad del mundo (frente al devaneo de la metáfora), pero esa duda no les impide creer lo que consideren necesario. Lo que hace el escéptico es limitar el alcance de la lógica. A veces sugiriendo otro tipo de narración, no silogística. Otras descartando todas, incluso la suya propia.
¿Qué pretende el escéptico? O bien probar que no es posible ningún conocimiento cierto (que sólo podemos conocer lo falso, como sostenían Popper y Nisargadatta), o bien que las pruebas son siempre insuficientes. Pero hay una tercera posibilidad y esa es la que más nos interesa hoy, en esta era en que el pensamiento y las narraciones están siendo aplastadas por la información. La limitación de las veleidades del lenguaje y, en general, de toda lógica simbólica. Esa es la docta ignorantia de la que hablaba Nicolás de Cusa. Una actitud que se distancia de la confianza en lo racional-discursivo. Francisco Sánchez, un gallego de origen hebreo, sospechaba que en todo silogismo había un círculo vicioso. Eso nos dice en una obra que tiene nombre de canción: Que nada se sabe (1576). En el primer silogismo, las premisas están sacadas de la conclusión. Hace falta del particular, Sócrates, para formar los conceptos generales de hombre y mortalidad. El silogismo no sirve para fundar ninguna ciencia, sino para echarlas a perder. Las ciencias definen lo oscuro con lo más oscuro y sólo sirven para apartarnos de la contemplación de lo real. Sánchez, como Nāgārjuna o los pirrónicos, inicia su obra afirmando que ni siquiera sabe si sabe nada. Sospecha de abstracciones y generalizaciones, a las que acusa de poco empíricas, anticipando el empirismo radical de William James. La demostración lógica es un sueño de Aristóteles, tan sueño como las utopías de Moro o Campanella.
En cualquier caso, las dudas del escéptico seguirán siendo de gran valor para las ciencias. La certidumbre o es convencional y colectiva (un acuerdo común), o personal. En el primer caso es asumida por almas gregarias, absorbidas por la institución que las alimenta. En el segundo, cuando es interna, nos ayuda a conducirnos por la vida, a resolver dificultades y tomar decisiones, y carece de sentido convertirla en algo externo. Como decía Emerson, nadie convence a nadie de nada. Mucho menos, un chat.
Juan Arnau, Escepticismo contra la digitalización del mundo, El País 30/12/2023
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