El TC i la voluntat de la ciutadania.
(...) Los miembros del TC no los elige la ciudadanía y no están sometidos a control electoral alguno. Su nombramiento depende de diversas instituciones (Gobierno, Parlamento, Consejo General del Poder Judicial) y no responden de sus actos más que a través de los razonamientos que ofrecen en sus sentencias. El TC no es parte del poder judicial porque tiene una innegable dimensión política, pero no se trata tampoco de una institución representativa, pues se supone que los magistrados deliberan y llegan a una decisión fundamentada en razones jurídicas, morales y políticas al margen de los apoyos populares que tengan las diversas posturas en liza.
Si lo que distingue al TC de una cámara legislativa es que las decisiones se toman sin consideración de la voluntad de los ciudadanos, es un contrasentido que se les permita tomar las decisiones por mayoría simple. Tomar decisiones por mayoría simple implica contar voluntades y que se imponga la más numerosa. Pero lo que se supone que hace el TC es algo muy distinto: encontrar argumentos que permitan tomar una decisión razonada sobre si el acto legal se ajusta al marco de la Constitución.
Si todo depende de lograr una mayoría simple en el seno del TC, es inevitable que nos fijemos en la ideología de los magistrados y en el origen de su nombramiento (qué grupo político los promovió), ya que la decisión mayoritaria será consecuencia de si el bloque progresista es más numeroso que el conservador o al revés. (...)
El problema es que una decisión del TC por mayoría simple tiene muy poca legitimidad, pues es fruto simplemente de cuál de los dos bloques tenga un mayor número de magistrados. La composición del TC depende de factores completamente accidentales (sucesión de nombramientos, retrasos en la renovación de magistrados, fallecimientos imprevistos, etc.) y, por tanto, resulta arbitraria a todos los efectos. El hecho de que haya 6 o 4 magistrados partidarios del Estatut sólo depende del azar histórico en la cadena de nombramientos.
Tendría sentido que el TC pudiera paralizar o anular las decisiones de los poderes representativos si los magistrados fueran capaces de superar sus diferencias ideológicas y llegar a una posición común. Una posición común significaría que la inconstitucionalidad es tan flagrante que las diferencias ideológicas quedan en un segundo plano. Si, por el contrario, los magistrados no son capaces de ponerse de acuerdo entre ellos y reproducen las mismas divisiones que hay en el seno de la sociedad, entonces deberían ser la ciudadanía y sus representantes quienes tuvieran la última palabra y no una muestra no representativa de 12 personas, por mucha preparación técnica que tengan. La sociedad sólo debería permitir que una institución no representativa como el TC pudiera anular una ley aprobada por los representantes y los ciudadanos si sus miembros estuviesen de acuerdo más allá de sus diferencias ideológicas. Si, por el contrario, se dividen ideológicamente de la misma manera en que está dividida la sociedad, entonces se debería permitir que fuera la mayoría simple de los ciudadanos, no la de los magistrados, la que decantara la solución en un sentido u otro.
La exigencia de una mayoría cualificada o incluso de unanimidad en la toma de decisiones del TC resolvería fácilmente el problema de legitimidad que tiene hoy planteado este tribunal y además recortaría el poder excesivo que detenta el TC para imponerse sobre la voluntad de ciudadanos y representantes. Si no se alcanzara una mayoría muy amplia, tendría que prevalecer la decisión de las instituciones representativas. Puede ser razonable que haya ciertas restricciones en el ejercicio del principio democrático, pero sólo si estamos seguros de que esas restricciones sirven para salvaguardar ciertos principios que están por encima de las ideologías y no para que una mayoría simple de magistrados no sometidos a control electoral, que actúan según sus creencias y principios ideológicos, imponga su criterio al resto de la sociedad.
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