Llibertat liberal







Ocurre que tal vez habría que cuestionar la distinción entre libertades separadas. En el ámbito jurídico-constitucional, las diferentes libertades cumplen una función discernible al expresarse en derechos susceptibles de ser reclamados ante los tribunales: libertad de asociación, de expresión, de movimientos. Y, sin duda, podemos describir los variopintos ámbitos en los que se desenvuelve nuestra libertad: de la libertad de que disfrutamos como ciudadanos a la que tenemos como consumidores, pasando por el ejercicio de la libertad sexual o el disfrute de la libertad de credo. Pero todas ellas remiten a la misma matriz: la capacidad del individuo para decidir por sí mismo cómo ha de gobernar su vida. Se trata del objetivo básico del liberalismo: dar forma a sociedades donde todos seamos iguales en la libertad. No podrá evitarse que, a consecuencia del ejercicio que cada uno haga de la libertad, difieran los resultados que cada uno coseche; la igual libertad se predica de las oportunidades del individuo, pero no puede significar que todos se encuentran siempre en posición idéntica a los demás.

Ahora bien: la libertad económica también es un medio al servicio de fines colectivos; de ahí el lugar sensible que ocupa en nuestras discusiones sobre el asunto. Sabemos desde los ilustrados escoceses que el mercado libre –diseñado y regulado por los poderes públicos– produce beneficios sociales; el símil de la mano invisible es un buen símil. Porque tropo es: quienes hacen una lectura literal de la famosa mano justo antes de descalificarla como superchería muestran una pobre comprensión lectora. Adam Smith dice literalmente que el individuo que persigue su fin egoísta en el mercado se ve llevado “como por una mano invisible” a realizar un fin distinto al que tenía previsto; la actividad económica en régimen de competencia, resumiendo y simplificando, genera una riqueza que sirve al progreso de las sociedades… generando una abundancia material que constituye la condición necesaria para la realización de la libertad personal. Así que el crecimiento económico no es un fin en sí mismo; lástima que muchos otros olviden que no es un medio como cualquier otro, sino aquel que hace posible la mayoría de los demás. Si existiese evidencia incontestable de que la persecución del crecimiento económico nos lleva al colapso ecológico, pues, ningún liberal podría negarse a limitarlo. Pero esa evidencia no existe y los riesgos de abrazar el decrecimiento exceden con mucho sus beneficios.

Naturalmente, la economía de libre mercado no está libre de problemas: externalidades medioambientales, propensiones oligárquicas, destrucción creativa que conduce a la obsolescencia de empresas y trabajadores, desigualdad negociadora entre capital y trabajo, ocurrencia de crisis periódicas, tendencia a la concentración de riqueza. Pero no hemos encontrado nada mejor. De hecho, el consenso neokeynesiano de la segunda posguerra forma parte de la concepción dominante de la sociedad liberal; asunto distinto es que discutamos acerca de cuánto bienestarismo estatal es deseable o sostenible. A menudo, empero, los mercados funcionan de manera deficiente por falta de competencia, como sucede con la sanidad en Estados Unidos; la captura del poder público encargado de regular la actividad económica es un serio problema que resta dinamismo a las sociedades. No es la única captura posible, por lo demás: el sistema de pensiones que rige en España es un ejemplo del poder que pueden ejercer los grupos electorales de los que depende la reelección de un gobierno. Defender la libertad hoy supone, entre otras cosas, desmantelar por igual el crony capitalism que merma la libre competencia y denunciar a los poderes públicos allí donde interfieren en el legítimo ejercicio de nuestra autonomía: menoscabando nuestra libertad de asociación, adoctrinándonos acerca de qué valores morales debemos preferir, limitando las libertades expresivas, y así sucesivamente.

Todo esto, por supuesto, presenta innumerables complicaciones. Así, por ejemplo, hablamos de la revolución conservadora liderada por Reagan y Thatcher en la última década –nadie sabía que iba a ser la última– de la Guerra Fría, pasando por alto el estancamiento de las sociedades bienestaristas y los efectos de la crisis del petróleo, y olvidando que esa revolución –por llamarla de alguna manera– tuvo mucho de liberal. ¿Acaso no transformó las economías y, con ellas, cambió las sociedades occidentales? Eso tiene poco de conservador; el buen conservador, de hecho, habría de recelar del libre mercado tanto como de la globalización: su objetivo es preservar una realidad social que está vertebrada por una tradición, por lo general de carácter nacional, frenando el cambio que inevitablemente se deriva de la apertura de las sociedades al cambio tecnológico y la hibridación cultural. Salta a la vista que también parte de la izquierda, así como todo el nacionalismo, comparten ese objetivo; la sociedad abierta tiene pocos amigos declarados. En su epílogo a The Constitution of Liberty, publicado en el año 1960, el propio Hayek se vio obligado a aclarar que él no era conservador: si el conservadurismo se caracteriza por la drástica oposición al cambio, desempeñándose como rival principal del liberalismo hasta la aparición del socialismo en suelo europeo, el liberal parte de la premisa de que la esencia del ser humano es la producción de lo nuevo y, aun sin considerar bueno todo lo nuevo, está dispuesto a aceptar su producción incesante como fundamento del progreso social. Hayek dixit.

Manuel Arias Maldonado, Casa Rorty XXXIII: La izquierda ante la libertad, Letras Libres 18/12/2024

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