La política no és moral aplicada.





En 2019, Barack Obama —nada menos que Obama— dio una charla a un grupo de jóvenes en la que dijo que veía en los campus de las universidades, o sea entre el mandarinato cultural e intelectual, una disposición hacia la pureza, así como una aversión a verse comprometido (en el sentido negativo de verse moralmente manchado), de las que había que deshacerse tan rápido como se pudiera. Sospecho que ese tipo de discurso cayó en saco roto porque el air du temps es el que es. Ya cambiará. Pero me parece que, a su manera, Obama venía a decir que toda la altivez y arrogancia morales que encierra el “yo no soy como ellos” no es una desproletarización de las ideas, sino de las actitudes. Y es que las personas en situación de radical desventaja social no acostumbran a poder permitirse ser coherentes: tirar hacia adelante con lo que se pueda no suele ir de la mano con la coherencia. En el sentido más superficial que la nefasta comunicación política saca constantemente a relucir, la coherencia moral es una fantasía que sólo acarician —aunque terminen fracasando— quienes tienen la vida resuelta. También esto es desproletarización de las actitudes.


Tenía razón Máriam Martínez-Bascuñán cuando recientemente advirtió de que la izquierda no puede adoptar la verborrea populista. Pero esto no debería impedir darse cuenta de que existe una élite —aunque nos incomode la expresión, ellos mismos, con su altanería, han decidido colocarse en lo más alto de esa pirámide simbólica— que consagra una inalcanzable coherencia moral como eje vertebrador de su discurso político. No hace falta copiar el discurso populista para transmitir otra imagen de la política. A mí me persuade la que sugirió el filósofo Bernard Williams: la política no es moral aplicada; es un juego de equilibrios en que la incoherencia moral será probablemente inevitable. Así que no hace falta cambiar de ideas. Hace falta cambiar de actitud.


Pau Luque Sánchez, Cambiar de actitud, no de ideas, El País 01/12/2024

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