La democràcia és un règim d'opinió.




Más que la indiferencia frente a la verdad, lo que más daña a nuestras democracias es pretender tenerla siempre de nuestra parte.

La democracia no tiene por objetivo alcanzar la verdad, sino conversar y decidir sobre la base de que nadie —mayoría triunfante, élite privilegiada o pueblo incontaminado— tiene un acceso privilegiado a la objetividad. En este sentido se puede entender por qué John Rawls decía que cierta concepción de la verdad (the whole truth)era incompatible con la ciudadanía democrática y por qué Hannah Arendt hablaba de una tensión o no coincidencia entre la verdad y la política. Al afirmar que “la verdad tiene un carácter despótico” no pretendía defender ninguna clase de relativismo, sino proteger el carácter contingente y libre de la política, cuyas decisiones deben ser informadas y respetuosas con la realidad, pero que no se deducen de esa realidad. Una democracia es un sistema de organización de la sociedad que no está especialmente interesado en que resplandezca la verdad, sino en beneficiarse de la libertad de opinar. La democracia es un conflicto de interpretaciones y no una lucha para que se imponga una “descripción correcta” de la realidad.

Existen cosas objetivas, por supuesto, pero la mayor parte de lo que entendemos por política tiene muy poco que ver con ellas. No se puede hacer política sin una correcta identificación de los hechos sobre los que debe basarse o actuar, pero aún menos si se piensa que esa constatación de los hechos es una actividad que no implica ninguna interpretación de la realidad. Todos sabemos que los datos —tan importantes, por supuesto— no prescriben una única conclusión y que el célebre “gobernar mediante los números” justifica decisiones diversas, alguna de ellas muy ideológicas. Quien se crea en disposición de monopolizar la objetividad producirá grandes distorsiones en la vida política. Una de las principales razones para utilizar con sumo cuidado la expresión “verdad” en política tiene que ver con la experiencia histórica de en cuántas ocasiones creerse en posesión de ella ha servido para olvidarse de otras dimensiones de la convivencia más necesarias. Que las tiranías ideológicas o tecnocráticas hayan abusado de la verdad no dice, en principio, nada en contra de la verdad, por supuesto, pero parece recomendable que el debate político se sitúe siempre que sea posible en otros términos. Las valiosas aportaciones de quienes se dedican al fact checking no deberían llevarnos a olvidar que la conversación colectiva se refiere solo en una pequeña parte a objetividades y en una mayor medida al modo cómo los humanos interpretamos la realidad en una sociedad pluralista.

Por supuesto que hay mentiras flagrantes y mentirosos compulsivos, que merecen ser combatidos con todos los instrumentos periodísticos y jurídicos a nuestro alcance. Pero nuestra relación con la verdad —especialmente en la vida política— es menos simple de lo que quisieran quienes la conciben como un conjunto de hechos incontrovertibles. No vivimos en un mundo de evidencias, sino en medio del desconocimiento, el saber provisional, las decisiones arriesgadas y las apuestas. Además, como la vida misma, también la política posee una dimensión emocional y nuestras emociones —aunque las haya más o menos razonables, mejor o peor informadas— tienen una relación muy indirecta con la objetividad.

Una cierta debilidad de la democracia ante los manipuladores es el precio que hemos de pagar para proteger esa libertad que consiste en que nadie pueda agredirnos con una objetividad incontestable, que cualquier debate se pueda reabrir y que nuestras instituciones no se anquilosen. Por supuesto que hay límites para la libertad de expresión, que no todo son opiniones inocentes y que hay mentiras que matan. Una sociedad democrática se caracteriza por permitir la libertad de expresión y limitar al máximo la intervención represiva en el espacio de la opinión. Un largo aprendizaje histórico nos ha llevado a la conclusión de que las mentiras no son tan peligrosas para la democracia como cierta persecución de las mentiras. Hemos de protegernos de los instrumentos a través de los cuales pretendemos protegernos frente a la mentira. En una sociedad avanzada el amor a la verdad es menor que el temor a los administradores de la verdad.

Los defensores de la verdad en política dan a entender, por un lado, que la verdad es lo normal y no más bien la excepción; parecen desconocer que nuestro mundo es, en realidad, un conjunto de opiniones generalmente con poco fundamento, donde discurren con libertad muchas extravagancias, se aventuran hipótesis con poco fundamento, se simula y aparenta. La apelación a la verdad tiene también el efecto contrario de dar a entender que nos encontramos siempre ante situaciones límite, frente a una tropa de contestadores de la verdad, lo que daría a sus defensores unos poderes extraordinarios. Esta dramatización puede ser muy perturbadora para la convivencia democrática porque puede hacer que resulte sospechosa la diversidad de interpretaciones de la realidad e incluso justificar el empleo de cualquier medio frente a enemigos tan mentirosos (incluido el recurso a la falsedad para defender la verdad).

iendo el de los mentirosos un grave problema para las democracias, también lo es esa degradación de la conversación democrática debida a que hay demasiada gente demasiado convencida, incapaces de reconocer alguna incertidumbre, que manejan las evidencias con excesiva ligereza, donde los golpes de efecto han sustituido a los argumentos, una confrontación política llena de hipérboles y sin ninguna moderación (justificada por estar defendiendo la verdad). La democracia es un régimen de opinión que desconfía de los detentadores de la verdad, pero no renuncia a que haya mejores y peores argumentos.Dejemos a la verdad en paz y no nos pongamos aprovechadamente de su parte; ella no lo necesita y a nosotros no nos conviene. Esto no es una rendición ante la dificultad de alcanzar la verdad y el cinismo de los manipuladores, sino que implica un mayor nivel de exigencia hacia quienes nos representan: no digan solo cosas verdaderas, sino también oportunas, respetuosas, ilusionantes, bien argumentadas, que apelen a nuestra razón y a las emociones tranquilas que otro liberal, David Hume, consideraba tan necesarias para la convivencia social.

Daniel Innerarity, La democracia y la verdad, El País 19/12/2024

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