Contra les receptes 'ex machina'
El conflicto fue la base de la tragedia antigua. Para los dramaturgos griegos, el mundo se presentaba como opción desgarradora: obedecer a las convicciones o a la ley; buscar la dolorosa verdad o preferir la ignorancia; proteger a los más débiles a costa de la propia seguridad o abandonarlos a su suerte. Aquellos atolladeros y pugnas de voluntades resultaban tan difíciles de resolver que necesitaron inventarse el deus ex machina. La maquinaria teatral incluía una grúa con poleas provista de una plataforma; en el clímax de la pugna, allí aparecía algún dios que, con sus poderes, enderezaba la situación. Esa trampa escénica retrata nuestra ansiedad por encontrar la figura milagrosa que ponga en orden los rompecabezas de la vida.
En esta época de épica hiperventilada, los algoritmos, las redes y ciertos medios rentabilizan nuestra angustia. Al amplificar la sensación de caos, explotan la incertidumbre y el desconcierto, y, en esa atmósfera, insuflan la idea de que necesitamos individuos poderosos, carismáticos, autoritarios, capaces de disolver con mano dura las dificultades enquistadas y el desorden. Y, de paso, derribar las regulaciones, ese gran negocio. El historiador Carlo Ginzburg, hijo de Natalia, víctima de las inclemencias del fascismo italiano, escribió: “El miedo está siempre disponible, la cuestión es quién lo usa”. Curiosamente, personas que se definen como inconformistas, rebeldes e indómitas, dicen preferir un liderazgo de ordeno y mando. En la vida cotidiana nos molesta que nos dicten lo que debemos hacer, pero nos deslizamos fácilmente al espejismo del gobernante fuerte y sin contemplaciones. Nuestro anarquista interior, que asoma ante la mínima exigencia ajena, debería protegernos de caer en quimeras despóticas.
Mientras en Atenas agonizaba la democracia, la República romana se construía sobre la idea obsesiva de evitar el personalismo. Tras una monarquía que desembocó en legendarios abusos, legislaron para impedir que un individuo carismático gobernase sin cortapisas. Todas las magistraturas de la antigua Roma se concibieron colectivas, colegiadas y responsables. Cada año renovaban a los magistrados sin permitir la reelección, cada cargo recaía en varios colegas —dos, seis o incluso diez— que compartían las mismas funciones y tenían derecho de veto. Los elegidos solo podían ejercer su breve mandato forjando acuerdos: estaban condenados a entenderse, en un delicado equilibrio entre la vigilancia mutua y la colaboración. Con el avance del imperio, los guerreros más ambiciosos, avalados por sus victorias, se atrevieron a desafiar esas garantías y plazos tasados. Aquella república fue un audaz proyecto imperfecto, previo a la era de Julio César —cuyo nombre subsiste en la palabra “zar”— con sus dinastías de emperadores, continuadas por largas estirpes de reyes medievales y modernos. Ante las fragilidades y atolladeros que causa el esfuerzo por apaciguar las discrepancias, se dejaron seducir por el orden férreo; sin embargo, nadie fue tan caótico como ciertos emperadores. Y cuando empezaban sus tropelías, ya no existían resortes pacíficos para apartarlos de su cargo.
“¿Quién vigila al vigilante?”, escribió Juvenal. He aquí una gran objeción: cómo garantizar una alternancia eficaz, cómo cesar al César si se lanza a cometer atropellos, qué sucede si quien manda se desmanda. No podemos entregarle todo el dominio a alguien que llega clamando ser la solución, mientras exhibe su odio al oponente y al diferente. La sana vigilancia consistirá en robustecer las cortapisas, controles y validaciones. Si eres escéptico frente al poder, asegúrate de que se fragmenta y distribuye. Divide y te protegerás.
El poder es tan peligroso y enloquecedor que casi resulta un rasgo de humanidad mantenerlo diseminado y difuso. Ese fue el ideal de la democracia ateniense y la república romana, experimentos valiosos y valientes, aun en sus contradicciones. Vivir en sociedades de ciudadanos exige afrontar el embrollo cotidiano con creatividad y esfuerzo, incluso ante circunstancias adversas, como intentaron –con altibajos– esos locos antiguos. Quizá por eso, el final de las tragedias reflexionaba sobre el peso y el precio de la libertad humana. Y aunque sea tentador confiar en soluciones drásticas, conviene recordar que los salvadores providenciales, aquellos que ofrecen remedios simples para problemas complejos –recetas ex machina–, son siempre pura tramoya.
Irene Vallejo, 'Deux ex machina', El País 15/12/2024
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