La concha del caracol (Agamben)





Cualesquiera que sean las razones profundas del ocaso de Occidente, cuya crisis vivimos actualmente en todos los sentidos decisivos, es posible resumir su desenlace extremo en lo que, retomando una imagen icónica de Ivan Illich, podríamos llamar el «teorema del caracol». «Si el caracol», afirma el teorema, «después de haber añadido un cierto número de espirales a su concha, en lugar de detenerse, continuara su crecimiento, una sola espiral más aumentaría 16 veces el peso de su casa y el caracol sería inexorablemente aplastado». Esto es lo que está ocurriendo en la especie que un tiempo se llamó homo sapiens con respecto al desarrollo tecnológico y, en general, a la hipertrofia de los dispositivos jurídicos, científicos e industriales que caracterizan a la sociedad humana.

Siempre han sido indispensables para la vida de ese mamífero especial que es el hombre, cuyo nacimiento prematuro implica una prolongación de la condición infantil, en la que el pequeño es incapaz de proveer a su supervivencia. Pero, como suele ocurrir, precisamente en aquello que asegura su salvación se esconde un peligro mortal. Los científicos que, como el brillante anatomista holandés Lodewijk Bolk, han reflexionado sobre la condición singular de la especie humana, han extraído, de hecho, consecuencias por decir poco pesimistas sobre el futuro de la civilización. Con el paso del tiempo, el creciente desarrollo de las tecnologías y las estructuras sociales produce una inhibición real de la vitalidad, que es preludio de una posible desaparición de la especie. De hecho, el acceso a la etapa adulta se aplaza cada vez más, el crecimiento del organismo se ralentiza cada vez más y la duración de la vida ―y, por tanto, de la vejez― se prolonga. «El progreso de esta inhibición del proceso vital», escribe Bolk, «no puede sobrepasar un cierto límite sin que la vitalidad, sin que la fuerza de resistencia a las influencias nefastas del mundo exterior, en resumen, sin que la existencia del hombre se vea comprometida. Cuanto más avanza la humanidad por el camino de la humanización, más se acerca a ese punto fatal en el que el progreso significará destrucción. Y ciertamente no está en la naturaleza del hombre detenerse ante esto».

Es esta situación extrema la que vivimos hoy en día. La multiplicación sin límites de los dispositivos tecnológicos, el sometimiento cada vez mayor a limitaciones y autorizaciones legales de todo tipo y especie, y la sujeción integral a las leyes del mercado hacen a los individuos cada vez más dependientes de factores que escapan por completo a su control. Günther Anders ha definido la nueva relación que la modernidad ha producido entre el hombre y sus instrumentos con la expresión: «desnivel prometeico» y ha hablado de una «vergüenza» ante la humillante superioridad de las cosas producidas por la tecnología, de las que ya no podemos en modo alguno considerarnos dueños. Es posible que hoy este desnivel haya alcanzado el punto de máxima tensión y el hombre se haya vuelto completamente incapaz de asumir el gobierno de la esfera de los productos que ha creado.

A la inhibición de la vitalidad descrita por Bolk se añade la abdicación de esa misma inteligencia que podría frenar de algún modo sus consecuencias negativas. El abandono de ese último vínculo con la naturaleza, que la tradición filosófica llamaba lumen naturae, produce una estupidez artificial que hace aún más incontrolable la hipertrofia tecnológica.

¿Qué le ocurrirá al caracol aplastado por su propia concha? ¿Cómo podrá sobrevivir entre los escombros de su casa? Éstas son las preguntas que no debemos dejar de hacernos.

Giorgio Agamben, Il guscio della lumaca, quodlibet.it 23/05/2024

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