Simone Weil i la guera civil espanyola.



La ‘Carta a Georges Bernanos’ (1938) de Simone Weil es un documento moral, político y filosófico de primer orden, no solo por la experiencia ahí descrita, sino por el espíritu en el que dicha experiencia es vivida y transmitida. Aparte de ser un documento de la barbarie, lo es ante todo de la forma de dar testimonio de la barbarie, del modo en que ese testimonio puede constituir una memoria de la barbarie. Es una lección de memoria. Justamente por encontrar en Los cementerios bajo la luna de Bernanos una lección de memoria pareja, se siente Weil en la necesidad de compartir su propia experiencia con su autor. Reconoce en el escritor católico, partidario inicial del alzamiento franquista, a pesar de las diferencias políticas e ideológicas que los separan, una mirada afín a la suya. La “lección”, empero, la “lectura” de los acontecimientos, no es que las atrocidades contra la población civil indefensa menudearan en los dos bandos. No es cuestión de enumerar ni de comparar. “Cuántas historias se agolpan bajo mi pluma…”, dice Weil. “Pero sería demasiado largo; ¿y para qué?”. El sentido en el que hay que dar cuenta es otro. Es más bien un darse cuenta: un tomar conciencia y tratar de explicarse algo. Algo que resulta inconmensurable con las razones que animan a los hombres a combatir o que, al menos aparentemente, los justifican, sea cual sea el bando al que pertenezcan. Algo que, por así decir, los homologa. La verdad de la guerra.

“Lo esencial es la actitud con respecto al hecho de matar a alguien”, escribe Weil. Pero no está hablando del bando enemigo. Eso sería desviar la atención de una verdad más difícil de soportar. Está hablando de los suyos, de “mis camaradas de las milicias de Aragón”. De “hombres aparentemente valientes”, “con ideas de sacrificio”, que “contaban con una sonrisa fraternal, en medio de una comida llena de camaradería, cómo habían matado a sacerdotes o ‘fascistas’, término muy amplio”. Lo que llama la atención de Weil es la naturalidad con la que se impone el hecho de matar, la cuasi imposibilidad, dadas determinadas condiciones, de no matar: “En cuanto a mí, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar”. La necesidad de matar se instala como una “atmósfera” que envuelve y penetra a los partidarios de una causa, que los embriaga, haciéndoles olvidar los fines de la lucha: “Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional”.

En sus Cuadernos, que durante los años de guerra 1940-1943 son el terreno de un constante “trabajo sobre sí” (definición que recibe ahí la filosofía), Weil introduce una nueva noción a la que da el nombre de “lectura”. No es impensable que en su elaboración fueran decisivos la experiencia de los crímenes de España y el intento por comprender el peculiar clima que los determinó. “Lectura”, por de pronto, quiere decir el modo en que somos y nos las entendemos en ese “texto de múltiples significaciones” que es el mundo. “¿Qué leemos? No cualquier cosa a nuestro antojo. Tampoco algo que no dependería de ninguna manera de nosotros”. El mundo no es más que las significaciones que leo, pero esas significaciones son reales, se me imponen desde fuera: creo, juzgo y actúo determinado por las cosas que leo. Permanentemente “somos sobrecogidos como desde el exterior por las significaciones que nosotros mismos leemos en las cosas”. Leemos y somos leídos a un tiempo.

Hay dos maneras, dice Weil, de cambiar en otro su relación con el mundo, la conjunción leer-ser leído. Una es la “enseñanza”, o lo que podríamos llamar el trabajo de la cultura. Es un trabajo porque consiste en pasar de unas significaciones a otras, en tomar conciencia de las distintas lecturas superpuestas y, en último término, de la operación misma de lectura. La enseñanza es lectura de lecturas. Es a esto a lo que venimos denominando praxis. Por eso la experiencia de Simone Weil puede ser caracterizada también como el intento de producir lecturas verdaderas y eficaces. La otra manera de “acción sobre la imaginación” es “la fuerza (de la cual la guerra es la forma extrema)”. La fuerza es negación de las mediaciones que constituyen el pensamiento, aplanamiento o solidificación de las lecturas, de los distintos niveles de lectura y de su interrelación. Es incapacidad de leer más que una sola cosa, la cual se nos impone incontestablemente desde fuera, con todo el peso o la “pesantez” de su supuesta realidad.

Es la lección de los crímenes de España, que retornan en los textos de Simone Weil: “… si en los disturbios civiles o en las guerras se mata a veces a hombres desarmados, es porque en el alma de los hombres armados penetra por los ojos, al mismo tiempo que los vestidos, los cabellos y los rostros, lo que hay de vil en esos seres y que pide ser aniquilado; al mirarlos, igual que en un color leen la cabellera y en otro la carne, leen también en esos colores, con la misma evidencia, la necesidad de matar. Si en el curso normal de la vida hay pocos crímenes, es porque leemos en los colores que penetran por nuestros ojos, cuando un ser humano está delante de nosotros, algo que debe en cierta medida ser respetado. […] Pero en la guerra civil, en relación con una cierta categoría de seres humanos, es la idea de salvaguardar una vida la que es inconsistente, la que viene de dentro y no es leída en las apariencias; esa idea atraviesa el espíritu, pero no se transforma en acción”. El contagio de la fuerza se extiende irresistiblemente en forma de una lectura unívoca, generando una atmósfera de irrealidad que reduce a la “inconsistencia”, a una especie de absurdo lógico, toda forma de pensamiento, y a la impotencia, a una especie de absurdo práctico, toda acción razonable. Privados de pensamiento y de acción, los hombres son transformados en cosas, “caídos al nivel ya sea de la materia inerte, que no es más que pasividad, ya sea de las fuerzas ciegas, que no son más que impulso”. Tal es la prodigiosa y terrible virtud de la fuerza a la que están sujetos tanto vencedores como vencidos, según la describe Weil en su ensayo ‘La Ilíada o el poema de la fuerza’ a través de los versos homéricos. Pero si la Ilíada es la “única verdadera epopeya que posee Occidente”, es porque la mirada del poeta, en lugar de dejarse obnubilar por el prestigio de la fuerza en aras de la grandeza, es capaz de prestar atención a la verdad de la guerra y mostrar en su desnudez, con piedad y amargura, la miseria humana sometida al dominio implacable de la fuerza. La lección del verdadero “genio épico”, así acaba el texto escrito en vísperas de la guerra mundial, es “no creer nada al abrigo de la suerte, no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados. Es dudoso que esto suceda pronto”.

Conservamos un breve ‘Diario de España’ de Simone Weil, apenas 34 hojas de un cuaderno del que otras muchas fueron arrancadas. Viene con la idea de conocer de primera mano lo que están haciendo los anarquistas, su “revolución”, y porque, como dirá después a Bernanos, “no podía dejar de participar moralmente en esa guerra”. Sus primeras impresiones, nada más llegar a Barcelona, palpitan aún de esperanza ante la nueva situación, pero están también teñidas de temor: “Efectivamente, nada ha cambiado, salvo un pequeño detalle: el poder está en manos del pueblo. Los hombres vestidos con mono tienen el mando. Estamos actualmente en uno de esos periodos extraordinarios que hasta ahora no han perdurado, en los que aquellos que siempre han obedecido asumen responsabilidades. Esto no se produce sin inconvenientes, por supuesto. Cuando se da a muchachos de diecisiete años fusiles cargados en medio de una población desarmada…”. En Pina de Ebro, a donde ha llegado con una unidad de la Columna Durruti, pregunta a los campesinos acerca de la situación, los propietarios, la colectivización, el cura… Se le entrega un fusil, se producen los primeros bombardeos, un par de expediciones al otro lado del río. Escondida de los aviones enemigos entre la hierba, piensa: “Si me cogen me matarán… pero es merecido. Los nuestros han derramado mucha sangre. Soy moralmente cómplice”. Un accidente la devolverá a los pocos días a la retaguardia. En Sitges, donde convalece antes de regresar a Francia, toma apuntes en los que se suceden de manera telegráfica las noticias sobre expediciones de castigo, fusilamientos, ejecuciones, matanzas…

Ha pasado en España apenas mes y medio. No ha tenido que combatir ni que disparar su fusil. No ha asistido a escenas cruentas o de violencia descarnada. Pero vuelve impregnada de esa “atmósfera de la guerra española” de la que le hablará a Bernanos: “He conocido ese olor a guerra civil, de sangre y de terror que desprende su libro; lo había respirado”. No ha pretendido, como “es la moda, actualmente, darse una vuelta por allí, ver un trozo de revolución y de guerra civil, y volver con abundancia de artículos”. Lo que le importa es saber “qué sucede en España”, a riesgo de “disgustar y escandalizar a muchos buenos camaradas”. No porque no sigamos “todos nosotros […] día a día, ansiosamente, con angustia, la lucha que se desarrolla al otro lado de los Pirineos”, argumenta en unas notas que no verán la luz. “Tratamos de ayudar a los nuestros. Pero esto no nos impide ni nos dispensa de sacar las enseñanzas de una experiencia que tantos obreros y campesinos pagan allí con su sangre”. No se trata de “poner en duda la buena fe de nuestros camaradas libertarios de Cataluña”. Pero tampoco hay que ocultar las “formas de coacción” (militar, en el trabajo, policial) y los “casos de inhumanidad claramente contrarios al ideal libertario y humanitario de los anarquistas”. La valoración no se limita a los aspectos políticos y militares (como la reorganización de las milicias bajo la disciplina del ejército). De ello se ha tenido ya una experiencia, la rusa, “pagada también con mucha sangre”: “la máquina burocrática, militar y policial” construida por Lenin y su partido. Estas críticas, por delicadas que puedan resultar en un escenario internacional de preguerra, de la cual la Guerra Civil Española se ha convertido en un trágico campo de maniobras, no son novedosas en el seno del sindicalismo revolucionario ni bajo la pluma de Simone Weil. Lo distinto es la mar de fondo que resuena en ellas.

“Las necesidades y la atmósfera de guerra civil prevalecen sobre las aspiraciones que se tratan de defender por medio de la guerra civil”. A lo que apunta esta frase no es tanto al problema de la mejor estrategia revolucionaria, sino a la posibilidad de la revolución misma, al sentido y a la realización de las “aspiraciones” que la constituyen. Acogerse a la buena conciencia revolucionaria no parece un expediente válido cuando “la coacción y la espontaneidad, la necesidad y el ideal se mezclan de manera que producen una confusión inextricable no solo en los hechos, sino también en la propia conciencia de los actores y los espectadores del drama”. La inquietante conclusión a la que la insobornable atención a los hechos y a las conciencias conduce a Weil es que “no es verdad que la revolución corresponda automáticamente a una conciencia más elevada, más intensa y más clara del problema social”. Hay una “confusión inextricable” que condena trágicamente las pretensiones liberadoras de la revolución; toda acción revolucionaria parece condenada a su contrario, la opresión, “al menos cuando la revolución adopta la forma de guerra civil”. Pero ¿ha adoptado alguna vez otra? ¿Puede adoptar otra a esas alturas de la historia?

Alejandro del Río, Simone Weil y los desastres de la guerra, fronterad 05/05(2022

https://www.fronterad.com/simone-weil-y-los-desastres-de-la-guerra/?fbclid=IwAR23uLbXQCjbGxT_uVeSVd7WFLDfthVUs4BLSLbqZpbp4b32hOiDCchHN94

 

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