Ningú no es correspon amb la seva biologia (Ignacio Castro Rey)







Al margen de la presión estatal moderna, todos sufrimos, siempre hemos sufrido. Todos, hasta los conservadores y los imbéciles, estamos atravesados por un involuntario proceso de tránsito que dura la vida entera y al que le costará mucho ser «reconocido». Menos mal que tampoco lo necesita. Esta manía social de la visibilidad y el empoderamiento, siempre grupales, es también muy puritana, pues parte de la base de que puede haber una sociedad que descienda por fin a la vida y la salve del trauma de sus contingencias individuales. Una sociedad que sea transparente, providencial y no represiva. Es el despotismo democrático, diría Foucault, de nuestro estatismo continuo. Hemos cambiado un Dios por otro, no menos omnipresente.

No obstante, a diferencia de la antigua religión, estamos ante una ilusión muy elitista, pues convierte la exquisitez de las rarezas metropolitanas en nueva norma para la humanidad de las afueras, esa inmensa y fea mayoría que, luchando por vivir, casi nunca entiende de qué hablan las vanguardias urbanas. Pero no importa. Lo que interesa al sistema es que haya una norma -antes hetero, ahora homo, trans, queer…- que descienda a los intersticios de vivir y acabe con una legendaria autonomía. No es tan extraño que este encanto elitista con lo minoritario sea un caudal de votos para una extrema derecha que se presenta como populista, incluso cercana a lo quede de una clase obrera cuya preocupación no es la felicidad, sino vivir. En realidad, fuera de las comedias estadounidenses, nadie ha demostrado que la felicidad sea obligatoria. Nadie ha demostrado siquiera que sea posible. Tal vez lo máximo a lo que podemos aspirar es a cierto temple de ánimo ante la dureza de vivir.

Pero no es solo la desaparición de la clase obrera lo que amenaza en este capitalismo alternativo. Es la desaparición virtual de lo común a la especie, el sufrimiento radical de los seres finitos que somos y, también, la ocultación del maltrato mayoritario del que hemos sido objeto. Dios nos libre de estar en contra de ningún trans, de ningún ser que sufre o ninguna minoría discriminada. Lo que incomoda es esta dimensión urgente y mundial de lo minoritario, que no deja de ser sospechoso de un genial ardid político. La sensibilidad extrema hacia las minorías, por exiguas y raras que sean, puede ser una cortina de humo para tapar el desprecio mayoritario y correcto, sin sangre a la vista, del que todos somos víctimas.

A mayor perversidad en el maltrato popular -como ocurre en EE.UU.-, más corrección formal y lingüística en las élites. Es tal el desprecio al que se somete a unos pueblos exprimidos sin cesar económica, social y simbólicamente, que hemos encontrado en todo lo minoritario, desde la corrección en el lenguaje hasta el cuidado de la imagen y los animalitos, la disculpa perfecta para que sea invisible nuestro modo de odio, una indiferencia a lo popular de la cual algunos populismos llevan tiempo sacando partido.

Vayamos a la disforia de género, a este ya célebre sentirse a disgusto con el propio cuerpo, con la biología heredada y el sexo en el que se ha nacido. Primero, el cuerpo solo es un signo de todo lo que no hemos elegido, de una vida que, en su raíz natal, es siempre una herencia inconsciente, un destino laberíntico que resurge lentamente por dentro. El cuerpo nunca le pedirá permiso a la conciencia, a la autopercepción consciente, para estar adecuado a la cabeza. Tener un cuerpo no es tener un instrumento a la mano, sino un continente de influencias que hemos de escuchar y en el que con frecuencia -aunque seamos blancos, varones y heterosexuales- nos sentiremos extraños.

¿Disociados del cuerpo? Claro, de algún modo nos ocurre a todos, incluso a los deportistas de élite. Tener cuerpo, y no precisamente glorioso, implica jamás estar plenamente de acuerdo con él. El cuerpo es una prisión para el alma, pero también el alma es una prisión para el cuerpo. Alma y cuerpo son campos de fuerza, retos necesarios sin los cuales el otro polo no es nada. Además, cada vez que nos intentamos emancipar del cuerpo heredado, del alma heredada, caemos en las manos de otra prisión todavía peor, la opinión pública y el mercado social que nos promete una solución final al tormento de vivir. Nunca en tarifa plana, dicho sea de paso. Como se suele decir, cuando la oferta es gratuita es que el precio eres tú, un material humano que en el capitalismo financiero se ha convertido en primera mercancía.

Reasignación de género. ¿Decidida por quién, si el joven está hundido? En ausencia de inconsciente, de ecos de deseo, ni siquiera de tiempo para pensar, las modas se convierten en Dios. Y a la carrera. De algún modo tortuoso, nadie nace en un cuerpo equivocado. Y no hace falta leer a Nietzsche para saber esto. Si desde siempre soy bajito, mi inconsciente y mi conciencia está configurados por esa estatura. Igual que el tono de mi voz y el color de mis ojos, que no he elegido, esculpen mi espíritu. La anatomía es un destino que hay que descifrar a lo largo de un tiempo interminable. Todas las intervenciones en el cuerpo, de hecho muy antiguas, del peinado al maquillaje y los tatuajes, tienen la función de revelar, de encontrar el sentido real que late en una fisionomía. Lo otro, entender las elecciones estéticas sobre el cuerpo como una forma de transformarlo, en manos de una élite de expertos, es el invento de un totalitarismo ilustrado que no soporta la idea de lo dado o natal, el viejo y difícil imperativo anímico de «llegar a ser lo que ya eres».

Si la anatomía es una tarea interminable, esto significa siempre que hay que estar atento, sudando en un laberinto. El cuerpo no es nada parecido a un avatar manejable, que se pueda escoger a voluntad. Los casos patéticos de tantos ídolos de culto -no solo M. Jackson- que se sometieron a un tratamiento corporal multimillonario para acabar convertidos en muñecos, atormentados en una vida en la cual ya ni pueden morir dignamente, deberían advertirnos de adónde lleva esta fiebre contemporánea por elegir un cuerpo. Ilusión que no está lejos, digámoslo de paso, del sueño heredado de una selección nacionalsocialista que no nació precisamente en el extrarradio. El cuerpo, como el alma, es precisamente lo que no se elige. Igual que no se elige haber nacido. Ahí estriba el riesgo y la grandeza de ser humano, atendiendo a la parte de noche que nos toca.

Nadie se corresponde con su biología, pues lo heredado es el dédalo más complejo, siempre plagado de minotauros. Ni siquiera el pasado, está escrito, pues se reescribe conforme vivimos. Así pues, no deja de sonar a una extensión del desarraigo capitalista, personalizado y extendido microfísicamente a la masa corporal, este imperativo actual de intervenir en los órganos para clonarlos en no se sabe qué recipiente adaptado a la voluntad consciente y su aplaudida autopercepción. Adaptar tu cuerpo según la identidad pensada o sentida no deja de ser platonismo personalizado, diría Nietzsche. Transfilia subvencionada por el estado, por una cultura que no soporta la primera tarea humana de atender a lo no elegido, empezando por la existencia. Todo vale con tal de experimentar un huida de lo real, pero esta vez arraigada en la más íntima carne. Sería delicioso escuchar a Foucault, y más aún a Illich (El género vernáculo, 1982)* o a Pasolini, disertar sobre este uso policial de una identidad cerebral empoderada. Al ciudadano acosado por todas partes, que ya no es libre de dar un paso sin papeles -hasta el suicidio tiende a estar legislado en eutanasia-, se le permite a cambio una batida en sus propios órganos.

Nos encontramos entonces con que al ciudadano controlado por todas partes -ni puede decidir qué es su salud sin atender a la normativa vigente- se le concede el privilegio narcisista de sentirse como quiera. Eso sí, a condición de que solicite la correspondiente instancia oficial a un estado maternal e interactivo cuyo poder ha dejado en pañales al antiguo capitalismo fordista, a su denostado heteropatriarcado.
El padre expulsado por la puerta entra, con semblante de madre, por la ventana. No obstante, igual que nuestras mascotas, Blancanieves puede transformarse en un ser despótico, una Cruela de Vil con sonrisa y dentadura perfecta. Goza, sé quien quieras ser. We can.

Encontrar un género reasignado. La identidad de género es una disculpa genial para ignorar la identidad de existencia, de ser singular en la tierra entera. Vale decir, para reprimir la soledad común a que nos obliga el hecho inconsciente de haber nacido, de haber sido concebido. Debíamos sospechar del prefijo auto. La percepción nunca es «auto», pues percibir significa siempre la entrada de una alteridad -no pedida- en nosotros. De otro modo no es percepción, sino la típicamente occidental aplicación de modelos cognitivos -también heredados- a la alteridad real.

Nuestro odio a lo terrenal nos obliga a vender a toda prisa mágicas soluciones «científicas», subvencionadas por el estado, a un sufrimiento real que suele ser encarnizado y obedecer a una causalidad muy compleja. No deja de ser significativo que gran parte de los adolescentes que se someten a tránsito estén no solo inmersos en un problema de «identidad de género», sino también en serias patologías paralelas: anorexia, depresión, abusos, autismo… En ese caldo de cultivo adolescente, incluso contra la opinión de los padres, es donde cierta medicina de moda, cara y transhumana, hace su agosto y convierte a los jóvenes, que tal vez padezcan un sufrimiento propio de la edad -de cualquier edad-, en enfermos de por vida, en pacientes crónicos de un tratamiento que los hace tecno-dependientes.

Ignacio Castro Rey, Notas sobre una transfilia vocacional, diario16 07/05/2022





























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