Respecte.
Ante la afrenta, hoy no lanzamos desafíos implacables como Los duelistas de Conrad, que pasan la vida batiéndose por una ofensa insignificante y olvidada. La cuestión del honor puede sonar antigua y apolillada, fósil de tiempos de espadachines. Sin embargo, en nuestras sociedades de piel fina, nerviosas y susceptibles, todos reclamamos un respeto. En la escena inicial deEl padrino, incluso Don Corleone, con su aterradora voz susurrante, se niega a cerrar un negocio con alguien que no le muestra respeto. En The Wire o Los Soprano un desaire se paga a menudo con sangre. Los profesionales del crimen, tan poco delicados con el resto del mundo, crean su código legal paralelo: lealtad entre ladrones y cortesía entre asesinos. Ya san Agustín argumentó que incluso los bandidos quieren que el botín robado se reparta de forma equitativa: un reconocimiento del injusto a la justicia.
Aquí y allá, unos y otras exigimos respeto a nuestras ideas o deseos, a la lengua o la memoria, a nuestros sueños y sueldos, los gustos peculiares o los disgustos familiares. La sociedad del espectáculo sigue llamando “respetable” al público, y en las batallas incruentas de las redes abundan los contendientes de verbo cruel pero súbitamente quisquillosos ante las críticas ajenas. Aunque hoy no enviemos padrinos ni abofeteemos con el guante, somos adictos a la aprobación del ojo ajeno. Como explica Andrea Marcolongo en El viaje de las palabras, “respeto” deriva del verbo latino “mirar” y comparte raíz con “perspectiva”: alude a enfocar a los demás sin desfigurarlos ni mostrarlos odiosos. En la etimología de “odio”, Andrea descubre una curiosa relación con “odontólogo”, pues literalmente significaba “dolor de muelas”. Odiar y despreciar corroe como la caries.
Irene Vallejo, En busca del templo perdido, El País Semanal 14/05/2022
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