Futur i democràcia.






Las clases medias altas y las altas, los sectores titulados con aspiraciones profesionales y de estatus, los jubilados, los funcionarios de carrera y las clases populares contentas con lo que tienen porque venían de un lugar peor, son las bases sociales sobre las que se afirma este sistema. Todas ellas demandan la continuidad necesaria para que sus planes de futuro sigan vivos, ya que confían plenamente en que se realizarán.

Esa mirada sobre el porvenir fue la que ofreció a Europa años de bipartidismo, de partidos de masas de centroderecha o centroizquierda. Una vez que las promesas insertas en la vida cotidiana empiezan a diluirse, las brechas antisistema se abren. Ocurre en las regiones en declive, donde no se percibe un porvenir satisfactorio, o en las profesiones y en los oficios que ven sus posibilidades reducidas, por lo que no es raro que los pequeños empresarios o los autónomos, como por ejemplo en el transporte y en el campo, se hayan convertido en focos de resistencia.

Es lógico. La bifurcación a que nos hemos visto sometidos en las últimas décadas no significa que las promesas sistémicas no se cumplan, sino que sólo se llevan a efecto en aquellas clases y en aquellas regiones que han concentrado las oportunidades. Y esto es una línea roja. En la medida en que esa promesa de mejora común se rompe, todo lo demás tiende a diluirse: la desconfianza en las instituciones crece, la política se tiende a ver como una suerte de engaño, la sociedad se desorganiza en partes enfrentadas y el ser humano se vuelve individualista como táctica obligada de supervivencia.

Por decirlo de manera más contundente, el futuro era esencial para mantener la legitimidad del sistema: una vez que la promesa se rompe y desaparece el porvenir esperado, lo que queda en las manos es la realidad desnuda de lo que se tiene. Y, hoy, eso no suele ser satisfactorio para una mayoría de ciudadanos.

No es un problema que carezca de solución. Más bien al contrario, y es relativamente sencilla. Basta con construir un proyecto de futuro que haga posible que estas promesas de estabilidad tiendan a realizarse en lugar de a denegarse. Hasta ahora no ha sido así, porque se ha insistido en soluciones (fórmate más y mejor, sé más proactivo), que funcionan limitadamente en un entorno de puestos escasos, y en fórmulas económicas dirigidas a recortar los gastos en lugar de aumentar los ingresos, a adelgazar en lugar de a construir. Es la hora de abandonar esa mentalidad, y de pensar, ahora sí, en un futuro mejor. Porque la futurofobia, como la denomina Héctor G. Barnés, no es una característica personal o de un grupo generacional, sino una constante de nuestro sistema, que se ha limitado durante mucho tiempo a dar patadas al bote en lugar de detenerse, abordar los problemas y construir ese futuro en el que, en realidad, nunca ha querido pensar. Solo tenerlo ahí como espejismo.

Esteban Hernández, Es lo que eres, no lo que tienes: por qué votamos lo que votamos, El Confidencial 01/05/2022

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