Participació difícil





La participación ha ingresado hoy en día en el mundo del trabajo, de la comunicación o de la cultura, pero no así en el de la política.

Esta sigue funcionando bajo el viejo modelo-televisión: unilateral, sin posibilidad de réplica o diálogo, donde las posiciones de actor y espectador –en sus dos variantes de votante y opinador– están claramente repartidas y separadas.

Se rige aún por el concepto clásico de representación: la presencia de una ausencia. La política profesional es un modo de representación que ausenta lo que presenta: el pueblo delega (se ausenta) en sus representantes.

Los partidos políticos, animados desde siempre por esa “pasión de unanimidad” que describió hace ya casi un siglo Simone Weil en su “Nota para la supresión general de los partidos políticos”, ni siquiera toleran estas formas de participación fácil o débil. Se animan muy tímidamente a procesos de votación internos o de rendición de cuentas, la mayor parte de las veces presionados a ello por cambios en la sociedad. Son “cajas negras” en manos de élites a las que no se les pasa por la cabeza ninguna cesión de poder (consultas, fiscalización, transparencia).

La diferencia entre participación “fácil” y “difícil” viene marcada a mi juicio por la presencia de tres ingredientes: comunidad, deliberación y conflicto.

En primer lugar, la participación difícil es un modo de producción de lazo social. De encuentro, de cooperación y de autoorganización de lo común.

El contexto mismo de la participación difícil está abierto y por hacer. No sólo damos “feedback” y escogemos entre opciones programadas de antemano, sino que inventamos en parte o en su totalidad las reglas de juego. Un cierto “vacío” –no está todo programado, previsto, organizado y bien engrasado– permite y alienta la reapropiación del proceso por sus actores.

Puede haber imprevistos y cierto caos (precisamente el “caos” de la vida cuando no está todo solucionado de antemano). No hay “garantía” de que todo vaya a ir bien y se vaya a llegar a tal o cual resultado. Puede darse el conflicto interno y hacerse necesario inventar formas de negociación entre diferentes.

La participación difícil genera lazo social. Pero el lazo social, como cualquier lazo afectivo auténtico (amor, amistad), se cuece precisamente en el imprevisto, en la ausencia de garantías, en el conflicto y en el tiempo largo de un proceso. Hay que arriesgarse a la pérdida de control.

En segundo lugar, la participación difícil es un modo de deliberación. Nos enseña, mediante la experiencia misma, a razonar y decidir con los otros.

¿Qué es deliberar? Pensar juntos. Las posiciones de cada sujeto no están organizadas de antemano, como ocurre en el parlamento ante cada votación, sino que se definen en situación, cada vez, a través de las potencias de la palabra y la argumentación.

Deliberar, del mismo modo que pensar, supone una transformación. En el proceso de deliberación nos pasa algo: vemos un filo nuevo de la cuestión tratada, escuchamos algo que desplaza nuestra posición, inventamos una manera nueva de enfocar un problema. Hacemos una experiencia: no salimos igual que entramos.

La deliberación implica el cuerpo. ¿Es por eso que en las redes sociales apenas hay pensamiento? Tan sólo la confirmación de las posiciones previas, una y otra vez. Falta el cuerpo que puede ser afectado por la palabra del otro. La presencia común y compartida. Vivimos gobernados por estructuras sin cuerpo ni pensamiento (partidos, medios de comunicación): la catástrofe está asegurada. Estamos instalados en ella.

Se delibera en pos de una decisión, pero la decisión no es mera elección entre opciones previas, sino que puede implicar la invención de una posibilidad no prevista de antemano. Decidir entonces no es escoger, sino crear una respuesta inédita.

La deliberación no puede separarse de la “ejecución” de la decisión tomada: no hacerse cargo de las consecuencias de la decisión, que otros se hagan cargo de aplicarla, amputa la experiencia. Votamos cómo queremos que sea el diseño de tal o cual plaza de nuestra ciudad, pero la materialización de la decisión no cuenta para nada con nosotros. De ese modo el proceso de aprendizaje se bloquea.

La deliberación, por tanto, no es una secuencia rígida –razonar, decidir y ejecutar–, sino un proceso complejo que requiere su tiempo propio: no puntual o lineal, sino un temporalidad ad hoc, adecuada y apropiada a ese trayecto singular de pensamiento y acción.

Por último, la participación difícil es un modo de conflicto. Nos enseña a habitar el conflicto y a hacer de él un motor de expansión democrática.

Si la vida de Roma fue larga y justas tantas de sus leyes, dice Maquiavelo, se debió a que la institución de la sociedad era permeable al conflicto. Es decir, la fortaleza y la justicia de un sistema político se juega en su apertura y porosidad a las vitalidades populares.

En ese sentido podemos afirmar que nuestra democracia es débil e injusta: no tolera el conflicto, le huye como la peste. Lo sofoca todo el rato, incluso en el caso de la llamada Nueva Política: hemos visto cómo Podemos y las candidaturas municipalistas han tendido a aplacar el conflicto interno –de los modos más clásicos posibles: purga, expulsión, marginación– en nombre de la “eficacia” y la “buena gestión”. No se sale de una concepción de la política como control sólo por un cambio semántico.

La sociedad está dividida siempre, nos recuerda Maquiavelo. La armonía y el consenso son ilusiones perjudiciales en el mejor de los casos, o imposiciones autoritarias en el peor.

Hay siempre división entre grandes y pequeños, gobernantes y gobernados, poderosos y desposeídos. Los grandes, los gobernantes, los poderosos, tienden al monopolio de lo común: las posibilidades de acción política y decisión por un lado, las riquezas y las condiciones de trabajo por el otro. Sin la resistencia de los pequeños, de los gobernados, de los desposeídos, lo común queda privatizado. Es el conflicto lo que pone límite a la voracidad de los poderosos y amplía las posibilidades de existencia.

Esto ha sido históricamente así. Pensemos en los movimientos de esclavos, de trabajadores, de mujeres, de minorías racializadas o sexuales: sólo gracias a ellos nuestra sociedad hoy es algo más justa e igualitaria. Pero la democracia actual sólo reconoce y conmemora los conflictos del pasado, de los del presente no quiere saber nada. Ya no tendrían supuestamente ninguna razón de ser porque hemos alcanzado la “democracia perfecta”, la democracia plena.

El conflicto, en boca de la cultura consensual dominante, es sinónimo de desorden, de anarquía, de decadencia, de entropía, de guerra de todos contra todos. Así hemos oído hablar en la última década del 15M, de la irrupción de nuevos partidos en los espacios de poder o del desafío independentista catalán. No considerándolos como ocasiones para hacerse preguntas e introducir reformas necesarias, sino como molestias y perturbaciones “inconcebibles en democracia”.

El conflicto, la lucha social, es finalmente la expresión de participación social más plena. La que aporta más experiencia real en términos de comunidad y lazo social, de deliberación y razonamiento colectivo, de práctica y ejercicio efectivo de un concepto de democracia donde el pueblo no sea una palabra hueca y una realidad temida, sino un motor necesario y siempre renovado.

Amador Fernánde-Savater, Participación: ¿ampliación de la democracia o perfeccionamiento del control?, ctxt 14/05/2022




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