La ciència dels moderns.





Para los modernos, la naturaleza dejó de ser esa madre bienhechora que nos acoge en su seno. A veces incluso se la considera enemiga y antagonista. Se atribuye a Francis Bacon una peligrosa recomendación: “torturar a la naturaleza hasta que escupa sus secretos”. En el anfiteatro anatómico y el estudio del alquimista (Newton tenía uno en Cambridge) se estudia la naturaleza en cautividad, pues la naturaleza no sólo es engañosa, sino que puede ser peligrosa. Hay que domarla y confinarla como a las bestias. El Novum Organum inaugura la lógica de los laboratorios. Dos siglos más tarde, Claude Bernard, padre de la medicina experimental, exhorta a desoír los gritos de los perros que vivisecciona ante el auditorio. Ayer, un ufano genetista afirmaba: “estamos haciendo trampas para ganarle la partida a la naturaleza”, como si no perteneciéramos a ella. Ese sentimiento de extrañeza no sólo ha creado un delirio ontológico (que se remonta hasta Aristóteles), sino que ha afianzado la soledad de nuestra especie y la indiferencia hacia el planeta y hacia otras especies. La desaparición de la ciencia parece, a día de hoy, ciencia ficción, pero hay un modo de ejercer la investigación científica que corre el peligro de volverse en contra nuestra. En cierto sentido, estamos abocados al ocaso de un modo de hacer ciencia. 

Dominar no es lo mismo que participar. Las respuestas de la naturaleza no son las mismas si se interroga en amigable conversación o bajo coerción. La confidencia siempre dice más que el grito. La biología de “cortar y pegar” de las últimas décadas, digna del doctor Frankenstein, ha convertido al científico en un moderno Prometeo: olvida su condición humana y pretende ser un dios a costa de la naturaleza y de sí mismo. 

En los albores de la ciencia moderna, la física postuló que la naturaleza hablaba el lenguaje de las matemáticas, en el siglo pasado los biólogos afirmaron que la vida hablaba el lenguaje codificado de los genes, hoy los neurocientíficos leen la mente en los colores de los escáneres cerebrales. Esos planteamientos olvidan una condición esencial del lenguaje, que recordó no hace mucho George Steiner. El lenguaje, cualquiera que éste sea, está hecho tanto para revelar como para ocultar. El ser humano y la naturaleza se reflejan mutuamente.

El panorama de la ciencia de vanguardia nos envía a diario un claro mensaje. Ya no se trata de entender la naturaleza, sino de moldearla para que sirva a nuestros deseos. Ciertos avances de la inteligencia artificial están dejando obsoleta la aspiración a entender fenómenos complejos, ya sea la actividad del cerebro o el tráfico de una ciudad. Abrumados por el poder predictivo de las “cajas negras” de los algo- ritmos (millones de parámetros ajustados en varias capas conectadas), se renuncia a una explicación que pueda sostener una mente humana, ya sea en forma de fórmula, idea o imagen. Hemos delegado en las máquinas no sólo la resolución de problemas científicos, sino también la interpretación de los resultados.

Plantear ciertas cuestiones no es fácil, muchos colegas creerán que tiramos piedras a nuestro propio tejado. Pero lo que se cuestiona aquí no es la ciencia, sino su deriva. La vanidad de la especie, el delirio ontológico que nos legitima a utilizar otras especies y la naturaleza en general en nuestro provecho, podría hacer que, en unas décadas, la ciencia se vuelva irreconocible.

Con la pandemia, ya envía señales. Pronto tendrá poco que ver con el deseo de comprender y mejorar nuestra vida y se limitará a satisfacer los deseos de una élite. No hace mucho, durante el Renacimiento, el universo era un ser vivo y se reconocía una continuidad entre el aliento individual y el cósmico, entre el fuego interior de la vida (ese que mantiene el pulso de la respiración) y el fuego exterior del Sol. Quizá aun estemos a tiempo de recuperar aquellas viejas simpatías. 

Juan Arnau y Álex Gómez-Marín, 'In science we trust', Claves de Razón Práctica mayo/junio 2022, número 282


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