Crear un cervell.


Una cuestión más actual es cómo crear un cerebro. La mitad de los ingenieros del planeta Tierra estará pronto dedicada a eso. Lo llamamos inteligencia artificial (IA), y es aún mucho más complicado que construir un brazo desde cero. La inteligencia artificial siempre se ha inspirado en la natural, esa que poseen algunos humanos, y en los últimos años lo está haciendo más que nunca. Las “redes neurales” de las ciencias de la computación se inspiran en las neuronas del cerebro, que reciben información de mil dendritas y la conjugan en una sola señal de su axón; el rabioso deep learning (aprendizaje profundo) que ha revolucionado la robótica en los últimos años absorbe su estructura de una propiedad aún más profunda del cerebro: su organización en capas de abstracción progresiva, de la línea al ángulo al polígono al poliedro, y de ahí a una gramática de las formas. Así es como vemos los humanos, y así es como quieren ver, y pensar, las máquinas actuales.
Pese a que se inspiren en la naturaleza, sin embargo, las obras de ingeniería no son producto de un proceso evolutivo. Están, por así decir, hechas aposta, diseñadas para su propósito, fabricadas a lo bestia al estilo del gólem y Gepetto. Frances Arnold, galardonada ayer con el Premio Nobel de Química, ha creado una ingeniería radicalmente nueva. Consiste en no inspirarse en la naturaleza, sino en el proceso que la crea: la evolución.
Una de las cuestiones más difíciles de percibir para el lector general es que los genes son textos (gatacca...) que, como todo texto propiamente dicho, tienen un significado. Para una inteligencia visionaria como la de Arnold, ese significado es el conocimiento y la salud, y el texto está en sus manos.
Javier Sampedro, La evolución, en sus manos, El País 04/10/2018

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