Bansky i el valor de l'art.



Banksy hizo picadillo una obra suya, una imagen “inocente” de niña que juega con globo rojo, después de que alguien la comprara en el remate de Sotheby’s. La veloz destrucción de la imagen aumentó, casi instantáneamente, el valor de las tiras de papel que quedaron como resultado del accionar de una máquina escondida en el marco. 

El caso muestra que la sociología del arte ha vencido a la estética. Las obras valen por su gesto frente al público. En las últimas décadas, otros dos artistas ingleses exploraron ese camino de provocación. En 2005, Simon Starling ganó el Premio Turner porque cruzó el desierto de Tabernas en Almería y, concluida esa travesía, expuso la motocicleta alimentada a hidrógeno con que la realizó; poco después, Starling desarmó una cabaña encontrada cerca del Rin y la convirtió en balsa; navegó hasta Basilea y la reconstruyó allí como cabaña. Este prodigio del reciclaje fue, por lo menos, esforzado. Damien Hirst exhibió en museos y galerías sus cabezas vacunas podridas de las que se alimentan gusanos; convirtió una sala del Tate londinense en colorida farmacia; recubrió una calavera con brillantes. En Sotheby’s vendió, en una sola noche, decenas de millones de libras. Con una sinceridad indiscutible, su obra puede observarse como un camino recorrido por el capitalismo estético. No presume de ser un artista secreto, como presume Banksy, probablemente porque confía más en lo que mostrará en su próxima obra.
Simon Starling, el de las cabañitas, puede defender su obra como un ejemplo de lo ecológicamente correcto. En Damien Hirst, todavía se descubre el gesto del artista, que tiene ideas originales y visualmente agresivas. Banksy nunca es visualmente agresivo, como si desde el comienzo, amenazado por la persecución policial a los grafiteros, quisiera ser amable.

Pero ha tenido la inteligencia de entender que el mercado del arte se ha vuelto conceptual en estado puro. El valor de la obra es producto de las circunstancias de su aparición. Los museos no permanecen ajenos a esta tendencia. Son los edificios estrella de la arquitectura contemporánea. Se publicitan los proyectos antes de construirse, antes de conocerse cuáles serán sus colecciones. El arte tiene que apoyarse en su puesta en escena para garantizar el número de concurrentes.
El caso muestra que la sociología del arte ha vencido a la estética. Las obras valen por su gesto frente al público. En las últimas décadas, otros dos artistas ingleses exploraron ese camino de provocación. En 2005, Simon Starling ganó el Premio Turner porque cruzó el desierto de Tabernas en Almería y, concluida esa travesía, expuso la motocicleta alimentada a hidrógeno con que la realizó; poco después, Starling desarmó una cabaña encontrada cerca del Rin y la convirtió en balsa; navegó hasta Basilea y la reconstruyó allí como cabaña. Este prodigio del reciclaje fue, por lo menos, esforzado. Damien Hirst exhibió en museos y galerías sus cabezas vacunas podridas de las que se alimentan gusanos; convirtió una sala del Tate londinense en colorida farmacia; recubrió una calavera con brillantes. En Sotheby’s vendió, en una sola noche, decenas de millones de libras. Con una sinceridad indiscutible, su obra puede observarse como un camino recorrido por el capitalismo estético. No presume de ser un artista secreto, como presume Banksy, probablemente porque confía más en lo que mostrará en su próxima obra.
El caso muestra que la sociología del arte ha vencido a la estética. Las obras valen por su gesto frente al público. En las últimas décadas, otros dos artistas ingleses exploraron ese camino de provocación. En 2005, Simon Starling ganó el Premio Turner porque cruzó el desierto de Tabernas en Almería y, concluida esa travesía, expuso la motocicleta alimentada a hidrógeno con que la realizó; poco después, Starling desarmó una cabaña encontrada cerca del Rin y la convirtió en balsa; navegó hasta Basilea y la reconstruyó allí como cabaña. Este prodigio del reciclaje fue, por lo menos, esforzado. Damien Hirst exhibió en museos y galerías sus cabezas vacunas podridas de las que se alimentan gusanos; convirtió una sala del Tate londinense en colorida farmacia; recubrió una calavera con brillantes. En Sotheby’s vendió, en una sola noche, decenas de millones de libras. Con una sinceridad indiscutible, su obra puede observarse como un camino recorrido por el capitalismo estético. No presume de ser un artista secreto, como presume Banksy, probablemente porque confía más en lo que mostrará en su próxima obra.
Cuando Banksy destruye a la nenita que remonta su globo, está destruyendo algo que es repetible. Sabe que, media hora después, podría presentar una copia de esa imagen. Y tal cosa se convertiría en otro acontecimiento porque estaríamos al acecho de lo nuevo que inexorablemente sucederá: ¿un frasco de tinta negra que rompa el vidrio?, ¿una niñita, vestida como la del cuadro que entre a Sotheby’s para reclamarlo? Sea lo que sea, siempre queda asegurado el aumento del precio.
Pese a estas repeticiones, algunos gestos las vuelven únicas. Fue Banksy quien completó su obra destruyéndola. En adelante, nadie podrá destruir la propia obra sin reconocerle a Banksy la primacía de ese gesto. Banksy se ha colocado más allá de la crítica, porque quien no se convenza de la performance en Sotheby’s es porque, seguramente, no entiende lo que hoy sucede con el arte, es decir, con lo que se expone en museos o se remata en salones especializados. Lo verdaderamente bueno de Banksy es que no entra en esa polémica que viene del pasado. Todo lo que haga se convertirá en fama y billetes, incluso la destrucción de alguna pared donde persista un grafiti suyo de la época heroica, y el derrumbe consiguiente de media fachada. Como experimento de conflicto entre propiedad privada inmobiliaria y derechos estéticos sería interesante.
Beatriz Sarlo, La estética del gusto, Babelia. El País 23/10/2018

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