Els negocis de les agències.
Cuando ya llevamos años instalados en una crisis financiera cuyo primer contagiado ha sido la economía real, cuando se han destruido millones de empleos en toda Europa, cuando se ha sometido al chantaje y a presiones inauditas a diversos gobiernos, y cuando se ha visto que los principales responsables de esta crisis siguen disfrutando de sus privilegios, algunos gobiernos, instituciones y partidos comienzan a cuestionar el papel que en este proceso han jugado las agencias de calificación. Otros, ya hace tiempo que venimos denunciando que sus actos ni son inocuos ni carentes de responsabilidad en el ámbito del derecho penal. Pero hasta ahora no se nos ha querido escuchar.
Para entender el papel de Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch a lo largo de la crisis habría que distinguir dos momentos. El primero tiene lugar aproximadamente a partir de 2001, con la expansión del boom inmobiliario. Entonces, el negocio de las agencias consistió en calificar al alza –previo pago por su asesoramiento– diferentes productos financieros de sus clientes. Muchos de esos productos eran hipotecas basura y activos tóxicos. Las agencias, en connivencia con la banca, les otorgaron la máxima calificación. Gracias a estas operaciones, los ejecutivos de las agencias multiplicaron sus ingresos. Al mismo tiempo, generaron una burbuja cuyo estallido aniquiló de un plumazo el derecho a la vivienda de miles de familias y condenó a muchas otras al desempleo.
En Estados Unidos, estas actuaciones están siendo investigadas por diferentes tribunales e indagadas por el Senado y por la Comisión estatal de Bolsa y Valores. En Ohio, Connecticut y California se ha acusado a las agencias de haber actuado sin rigor ni transparencia, de haber emitido información fraudulenta y de haber favorecido a clientes a los que previamente asesoraban, en un claro conflicto de intereses. Lo mismo sucede en Italia, donde la Fiscalía ha abierto ya una investigación.
El segundo momento es aquel que viene caracterizado, durante la crisis, con continuos ataques a la credibilidad y estabilidad de las economías más afectadas por la misma; todas y cada una de las acciones emprendidas por los gobiernos de Grecia, Portugal, España y otros han sido denostadas por esas agencias, generando una desconfianza aún más profunda en las economías nacionales, siempre con el consiguiente beneficio para empresas que son también clientes de las agencias o, incluso, accionistas de ellas.
En el ámbito europeo, las sanciones a las agencias o a la banca por su responsabilidad no han llegado siquiera a eso. Es más, en casos como el español, diversas entidades financieras son protagonistas de operaciones hipotecarias que bien podrían encuadrarse en el delito de estafa. Sin embargo, han recibido ingentes cantidades de ayuda que les han permitido convertir su deuda privada en deuda pública. Y todo ello prácticamente sin contraprestaciones que las obligue, al menos, a aliviar el grave problema habitacional que han contribuido a crear.
El problema real no se quiere abordar como corresponde. No sólo es necesaria la creación de una entidad de calificación europea, independiente y transparente, sino que, junto con ello, debería revisarse el comportamiento que las principales agencias han tenido antes y durante esta crisis para, sobre una investigación seria, depurar las responsabilidades que les correspondan.
Ante las brutales pérdidas generadas a las arcas públicas de los países atacados por estas agencias, ante los millones de puestos de trabajo destruidos y los ingentes perjuicios generados a los ciudadanos, es evidente que los gobiernos que pretendan mantener su credibilidad en materia de prevención y represión de este tipo de comportamientos deben afrontar este problema con firmeza y valor.
Algunas organizaciones –como el Observatorio DESC, Izquierda Unida o Attac– han puesto estos graves hechos en conocimiento judicial, a través de una querella que lleva casi cinco meses paralizada en manos de la Fiscalía Anticorrupción; se trata de un esfuerzo cívico importante, valiente y coherente que pretende servir de acicate para que el Gobierno, a través de la Abogacía del Estado y de la Fiscalía, actúe sobre estas empresas y les reclame la responsabilidad que tienen en esta crisis y en las dificultades que existen para salir de ella.
La parálisis que atenaza al Gobierno para impulsar esta iniciativa judicial podría, hipotéticamente, tener su fundamento en algún tipo de actuación de las propias agencias. Siempre en el terreno especulativo, podría ser que hubiesen avisado que, en caso de procederse en contra de estas empresas privadas, las mismas dejarían de calificar a España, con las consecuencias que ello tendría en el mercado. Para poder recobrar la confianza en las instituciones y, especialmente en la diligencia del Gobierno, es preciso que se actúe con firmeza, con valentía y enviando un claro mensaje: en esta guerra contra nuestra economía ni nos vamos a rendir ni vamos a dejarnos avasallar por quienes no pretenden otra cosa que enriquecerse a costa de todos nosotros.
Los límites de la actividad empresarial son los que establece el Código Penal; y quien se los salte debe estar dispuesto a afrontar las consecuencias y quien dirige los destinos de este país debe asumir, con responsabilidad y valentía, la imperiosa necesidad de acotar prácticas que han excedido el ámbito de lo mercantil.
Gonzalo Boye, Calificaciones bajo sospecha, Público, 08/07/2011
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