De l´Estat democràtic a l´Estat de mercat clientelar i privat.


Desde que el año pasado el presidente Zapatero abjuró del gasto social para abrazar el evangelio del ajuste fiscal, sus votantes le están propinando un merecido castigo electoral (ayer en los comicios locales, mañana en las generales) por lo que no deja de suponer una traición a la voluntad popular. Pues en última instancia, el giro estratégico adoptado por el Gobierno implica dejar de gobernar al servicio de los ciudadanos para pasar a plegarse al poder inapelable de los mercados. Sin embargo, en esto Zapatero no es el único culpable, pues los demás gobernantes han hecho lo mismo. Casi todos han renunciado a su soberanía ejercida en representación de sus electores para pasar a obedecer los dictados de una nueva soberanía supraestatal que emerge del llamado consenso de los mercados, según se puede comprobar estos días con la crisis europea de la deuda soberana. Y esta traición de nuestros gobernantes es lo que mejor explica tanto el declive de la socialdemocracia, que ha sido expulsada del poder incluso en sus feudos nórdicos, como el descrédito de la democracia tout court, dada la desconfianza que hoy abrigan los ciudadanos respecto a sus propias castas políticas, que por todo Occidente se están ganando a pulso el severo castigo que sin duda merecen.

Ahora bien, haríamos mal en culpar a los gobernantes actuales en exclusiva, pues la incierta deriva de nuestras democracias hacia un nuevo régimen político de dominación de mercado ya viene de antiguo. Y más precisamente cabe situar su inicio en la sustitución de las fuentes de financiación de los Estados democráticos, que en la era keynesiana procedían mayoritariamente de los impuestos tributarios y desde la restauración del monetarismo en los ochenta se financian sobre todo con emisiones de deuda pública en los mercados internacionales. Pero debe notarse que su respectivo criterio discriminador es antitético, pues los impuestos directos se recaudan con efecto progresivo (gravando en mayor medida los ingresos más elevados) mientras que el coste del crédito externo (o prima de riesgo) es eminentemente regresivo, de acuerdo con el evangélico efecto Mateo: a quien tiene (como Alemania) más se le dará, y a quien no tiene (como Grecia) todo le será quitado. Es la ley del más fuerte, como antítesis del principio democrático de igualdad ante la ley. Un injusto desequilibrio de mercado que la eurozona debería corregir para garantizar su futura estabilidad. Pero el liderazgo alemán no parece interesado en lograrlo porque la prolongación de la crisis reduce el coste de su propia deuda, en perversa aplicación de la teoría del riesgo moral.

Semejante modelo de financiación pública con cargo a deuda, y ya no con cargo a impuestos, pareció funcionar en un comienzo con gran eficacia política, pues deparó grandes rendimientos electorales sobornando a las clases medias con paulatinas rebajas de la presión fiscal. Pero el tiempo ha revelado que se trató de un regalo envenenado, pues la financiación pública con cargo a deuda externa pronto empezó a generar graves efectos perversos, en cuanto el endeudamiento público creció lo suficiente como para formar una burbuja especulativa de realimentación circular que pasó a quedar fuera de control. Es lo que ha ocurrido desde 2010, cuando la burbuja de la deuda soberana de las democracias occidentales ha terminado por estallar, colocando a los Estados deudores bajo el poder fáctico de los mercados acreedores.

La secretaria de Estado, Hillary Clinton, ante su incapacidad de presionar al régimen chino que atesora la mayor parte de los bonos de la deuda estadounidense, lo expresó muy bien: "¿Cómo negocias con mano dura con tu banquero?". Y si la hiperpotencia resulta impotente para ejercer su poder ante su principal acreedor externo, ¿qué margen les queda a las demás potencias de rango medio endeudadas hasta las cejas, lo que las deja inermes en manos de unos mercados financieros que no vacilan en dictarles sus propias reglas acreedoras? Todo ello sin que los ciudadanos puedan oponer resistencia, pues la voz y el voto de la soberanía popular se revelan impotentes ante el poder soberano de los prestamistas externos. De ahí que hoy la democracia se gobierne en respuesta no a las demandas ciudadanas sino a las demandas de los mercados, expresadas por la prima de riesgo de la deuda externa.

Como es evidente, esto debilita la autonomía política de los Gobiernos para reducirlos a la impotencia, contribuyendo a extender e intensificar los efectos más indeseables de la globalización. Pero eso no es lo peor, pues mucho más grave resulta la creciente desnaturalización del orden democrático, que ha pasado a quedar subsumido bajo un emergente nuevo orden mercantil. En resumidas cuentas, los mercados le han expropiado su poder al pueblo (al demos), para privatizarlo en exclusivo beneficio de los acreedores privados. Así, la calidad de la democracia ya no se mide hoy por la legitimidad de sus resultados políticos sino por el valor de mercado de su deuda soberana. Y de este modo, la democracia ya no representa el autogobierno del pueblo sino la sumisión contra natura del Gobierno civil a los mercados externos, subvirtiendo así la relación entre poder democrático y soberanía popular.

En efecto, la democracia moderna se basaba en un pacto fiscal, un contrato social establecido entre el Estado y los ciudadanos, por el cual estos se obligaban a pagar impuestos a cambio de que aquel se comprometiese a reconocer, proteger y garantizar los derechos universales: civiles, políticos y sociales. Mientras que hoy en cambio ese pacto fiscal está siendo sustituido por otro pacto clientelar, por el cual los ciudadanos se ven excusados de pagar impuestos (directos) a cambio de que el Estado se vea eximido de universalizar derechos, que quedan reservados en exclusiva a la clientela privada del gobernante deudor. Pero con ello el Estado ya no pertenece a todos los ciudadanos titulares de derechos sino solo a sus acreedores internos y externos. Hemos pasado de una democracia de ciudadanos-contribuyentes a otra seudodemocracia de clientes-acreedores, donde lo que cuenta ya no es el título público de ciudadanía que permite ejercer derechos sino el título privado de deuda pública que permite exigir pagos al Gobierno deudor. Y el Estado social y democrático de derecho, obligado a rendir cuentas ante los electores (accountability), deja paso a un Estado de mercado clientelar y privado, que solo rinde cuentas ante sus acreedores.

Pero en esta democracia en almoneda los ciudadanos no se reconocen porque ya no pueden considerarla propia. Ya no es una democracia de derechos que te pertenecen de forma inherente sino una democracia de deudas que se adquieren pero cuyo pago se aplaza, sobre todo cuando la hacienda pública cae en la insolvencia bajo las coyunturas de crisis. En consecuencia, los ciudadanos desertan de la democracia en quiebra, desentendiéndose de sus deberes cívicos para pasar a explotarla con cínico afán de lucro como si fuera un negocio privado. Y de esta adulteración contra natura surgen las demás secuelas que pervierten la democracia de mercado actual (corrupción política, sectarismo populista, crecimiento de la desigualdad, recorte de la protección social, privatización de los servicios públicos, falsificación mediática de la realidad, represión de libertades a cambio de seguridad...), dando excusa a los ciudadanos para refugiarse en el nihilismo y la insolidaridad.

Sin embargo, no todo está perdido. La eclosión y el auge del movimiento de indignados del 15-M que reclaman la refundación democrática acaba de demostrar que yes, we can: nosotros, el pueblo, podemos interpelar de tú a tú a cualquier poder ajeno. Y si resulta posible desafiar el poder de los propios Gobiernos, ¿por qué no habría de ser posible hacerlo también con el poder de los mercados externos?

Enrique Gil Calvo, En poder de los mercados, El País, 21/07/2011

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