La funció cívica de la desobediència civil.
Vivimos tiempos de contrarreforma. La reacción global a los atentados del 11-S y a la amenaza hostil del fundamentalismo generó un cierto consenso internacional, en el ámbito de los sistemas democráticos, en torno a la necesidad de restringir ciertas libertades individuales. Se trataba, se dijo entonces, de garantizar la seguridad aunque fuera al precio de un retroceso en el estado de las libertades: o, formulado en términos más paradójicos, de salvar las libertades a costa de recortarlas. Ahora, con una crisis económica de alcance quizás imprevisible, no sólo se están desmontando las bases del denominado Estado de bienestar, sino que, además, se están eliminando algunas garantías sociales, también, para paradójicamente preservar el sistema, en un proceso que aquí llega aliñado con la retórica de la eficiencia y del ahorro, palabras mágicas que pretenden, con su sola invocación, constituirse en argumentos autosuficientes para cualquier medida.
Pero hay más. Todo proceso de contrarreforma se caracteriza históricamente por la redefinición de las supuestas esencias, el retorno al dogma, el reforzamiento de la autoridad y la jerarquía y, en consecuencia con todo ello, la estigmatización de cualquier forma de disidencia. No hace falta irse a la época de la Santa Inquisición. A finales de los años sesenta, las asociaciones pro law and order (no confundir con la serie de televisión de Dick Wolf), quisieron frenar la liberalización de las costumbres y oponerse a los avances que estaban proponiendo los sectores más progresistas y politizados de la democracia estadounidense. Algo de todo esto está volviendo a pasar, pero no ya en nombre del puritanismo moral, sino amparándose en la transformación de la razón política en argumentación jurídica, policial y economicista.
Con ocasión de las reacciones ante el movimiento social del 15-M, se han producido, a modo de destilado, algunos posicionamientos explícitamente contrarreformistas. El otro día analizábamos aquí una selección de las falacias más habituales que habían podido escucharse o leerse. Tener razón o no, como acertadamente supo ver Aristóteles, depende también de todo ello: hay argumentos que no lo son, aunque lo parezcan. Y, con ellos, es imposible tener razón. Pero más allá de la forma de los argumentos, también el contenido de lo que se defiende puede ser sometido a escrutinio. Y de todo lo que entonces se dijo, resulta especialmente inquietante la descalificación generalizada, y por momentos agresiva, de la posibilidad misma de impugnar y cuestionar algunos aspectos, o incluso las bases mismas, de las medidas económicas y sociales con las que la clase política está intentando reaccionar ante la crisis.
De acuerdo con este argumento, si las mayorías democráticas en los parlamentos representativos están adoptando algunas medidas de gobierno, no tiene sentido la impugnación ni la protesta fuera de los espacios parlamentarios. De ahí que el movimiento del 15-M fuera incomprensiblemente calificado de antipolítico y sus partidarios, de antipolíticos, cuando, en realidad, cuesta reconocer, en los últimos años, un movimiento más político que este. Por una parte, esta posición da por supuesto, incomprensiblemente, que la política es aquello que hacen los denominados políticos profesionales, presupuesto que es, en sí mismo, una barbaridad. Pero, por otra parte, parece sugerir que aquellos que se oponen a algunos aspectos del sistema parlamentario partidista y a ciertas medidas legislativas promovidas son, sin que ello necesite mayor aclaración, antidemocráticos, contrarios al sistema democrático. ¿Por qué es tan grave esta posición? Pues porque, precisamente, lo que define al sistema democrático es la posibilidad de enfrentarse a él para modificarlo y transformarlo, incluso a través de la desobediencia.
Hannah Arendt, sin duda una de las grandes pensadoras políticas del siglo XX y nada sospechosa de ser eso que algunos llaman antisistema, escribió en 1970 un texto, a partir de entonces de referencia, en el que diagnosticaba que la desobediencia civil a la ley se había convertido en un fenómeno masivo no sólo en Estados Unidos sino en el mundo. El fenómeno, decía, tenía que ver con la desintegración del sistema político y la progresiva merma de autoridad de los gobiernos debido a la creciente sospecha de incumplimiento de su función. Estaba hablando de Estados Unidos, pero generalizaba su reflexión a las democracias occidentales. “La desobediencia civil surge cuando una cantidad significativa de ciudadanos se convence o bien de que los canales utilizados tradicionalmente para conseguir cambios ya no están abiertos o a través de ellos no se escuchan ni se atienden sus quejas o bien de que, al contrario, es el Gobierno quien unilateralmente impulsa los cambios y persiste en una línea cuya legalidad y constitucionalidad despierta graves dudas”.
En realidad, la desobediencia civil no sólo es compatible con los sistemas democráticos, sino que constituye, a juicio de todos los teóricos serios, uno de sus más relevantes elementos correctivos frente a los peligros del dominio incontrolado de las mayorías parlamentarias. Basta repasar la historia de las luchas en favor de los derechos civiles, a lo largo de todo el siglo XX, para ejemplificarlo. De ahí que, visto el calibre de ciertas reacciones entre la clase política y opinadora, uno tienda a pensar que algunos tienen realmente la piel muy fina. O que tal vez sea cuestión, como en tantas ocasiones, de madurez democrática.
Xavier Antich, Sobre la desobediencia civil, La Vanguardia, 11/07/2011
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