Per què tenen èxit les teories de la conspiració?
Llevo unos diez años estudiando las teorías de la conspiración. Cuando empecé, no se me ocurrió que el tema llegaría a ser tan importante como ha llegado a ser en la actualidad, sobre todo, a partir de 2016. Me gustaría poder decir que tuve tanta visión de futuro como para prever que acabaría dominando el discurso político, pero no sería cierto. De hecho, me imaginaba que sucedería todo lo contrario: que las teorías de la conspiración irían en declive y perderían importancia con el tiempo. Los datos recopilados en colaboración con un colega sugerían que esa era la trayectoria en Estados Unidos desde la década de los 60, pero por desgracia esta recogida de datos se interrumpió en 2010 (Uscinski y Parent, 2014).
También me gustaría poder decir que la idea de estudiar las teorías de la conspiración se me ocurrió a mí. Lo cierto es que el crédito corresponde a mi colega. Mi campo de estudio, las ciencias políticas, no se cruzaba ni de lejos con el de las teorías de la conspiración hace diez años, y ninguna otra ciencia social las había investigado de manera exhaustiva. En ese momento, ni siquiera tenía muy claro qué íbamos a estudiar. Ahora puede que suene irónico, pero pensaba que las teorías de la conspiración no afectaban a la política, ni viceversa. De hecho, solo les había prestado atención a principios de la década de los 90, cuando se estrenó JFK: caso abierto, la película de Oliver Stone. Así que, cuando mi amigo y colega Joseph Parent trató de interesarme en el tema, pensé que estaba de broma. Habría preferido trabajar con él en algo más material, y mi primera intención fue decirle que no. Al pensar en retrospectiva, desde el punto de vista profesional, fue una suerte que no lo hiciera.
Cuando empecé a reunir la literatura existente sobre teorías de conspiración, descubrí que había muy poco material en el campo de las ciencias sociales. Se habían escrito algunos artículos, pero nunca se llegaron a emprender programas de investigación organizados e importantes. En psicología, había una agenda incipiente que comenzó alrededor de 2007: en Reino Unido, Karen Douglas y su equipo habían empezado a investigar el fenómeno de la creencia en teorías de la conspiración y publicaron algunos artículos muy reveladores (Douglas y Sutton, 2008). La mayor parte del trabajo era de naturaleza histórica y cultural, y una parte importante siguió los pasos de Richard Hofstadter en su visión original sobre las teorías de la conspiración (1964) o bien fue la respuesta a ellas (Butter y Knight, 2018). La falta de literatura en ciencias sociales apuntaba a un problema mucho mayor: no íbamos a tener datos ya recopilados en los que basarnos.
Para medir estas creencias, lo normal sería recurrir a encuestas. Se han hecho algunas a lo largo de las décadas con preguntas sobre la creencia en una o dos teorías de la conspiración, pero rara vez se repitieron o se realizaron de manera consistente. Las preguntas sobre la teoría de la conspiración en torno a JFK se han hecho durante tiempo suficiente como para hacernos una idea de cuántos estadounidenses creen en esa teoría en concreto, pero sería como basarnos en el precio de las acciones de General Motors para conocer el rendimiento del mercado bursátil. Nos hacían falta big data lo suficientemente big para poder generalizar. El primer trabajo de recopilación de datos duró tres años y consistió en el análisis de 120.000 cartas al director de The New York Times entre 1890 y 2010. Mis ayudantes leyeron todas en busca de las que defendían o refutaban una teoría de la conspiración, y luego clasificamos esas cartas según a quién se acusaba de esa conspiración. Este fue el primer intento de capturar la dinámica de las teorías conspiratorias a lo largo del tiempo de una manera sistemática. Al mismo tiempo, pusimos en marcha un proyecto de encuestas a nivel nacional que aún sigue en marcha.
Cuando analicé los datos, empezó a ser evidente que mis ideas iniciales sobre las teorías de la conspiración estaban desencaminadas. Las teorías de la conspiración no eran en absoluto un fenómeno marginal. Estaban presentes en todas las épocas que estudié, y mucha gente las daba crédito. Además, había numerosas teorías de la conspiración en las que la gente había creído en un momento u otro de la historia. ¿Sabías que Jimmy Carter fue una marioneta soviética? ¿O que la CIA intentó infiltrarse en el movimiento de liberación de la mujer con agentes lesbianas encubiertas? ¿O que el planeta lo dirige en realidad una especie interdimensional de híbridos entre personas y lagartos? Todos sabíamos de la existencia de teorías de la conspiración sobre JFK, el lugar de nacimiento de Obama, el 11 de septiembre y la llegada del hombre a la Luna, pero resulta que solo son la punta de un enorme iceberg. Descubrí, y a día de hoy sigo descubriendo, que el ser humano es capaz de inventar innumerables teorías de la conspiración.
Las encuestas apuntan a que todo el mundo cree en una o varias teorías de la conspiración. Por ejemplo, una encuesta nacional realizada por la Universidad Fairleigh Dickenson preguntó acerca de cuatro teorías conspirativas; el 63 % creía al menos una (Cassino y Jenkins, 2013). Eric Oliver y Thomas Wood, profesores de Ciencias Políticas, encuestaron a los estadounidenses sobre siete teorías de la conspiración y descubrieron que el 55 % creía en una o más (2014). Una amplia encuesta en Florida preguntó acerca de la creencia en nueve teorías conspirativas, con el resultado de que solo el 20 % de los consultados no creía en ninguna (Uscinski y Klofstad, 2018b). Hace años, una encuesta que se llevó a cabo en Nueva Jersey preguntó sobre la creencia en diez teorías conspirativas, y solo el 6 % de los encuestados no creían en ninguna (Goertzel, 1994).
Diferentes encuestas preguntan sobre diferentes teorías de la conspiración, pero, cuantas más incluyen en las indagaciones, más tiende a disminuir el número de personas que no creen en ninguna. Por lo tanto, no parece que se pueda decir que hay un nosotros que se resiste a todas las teorías de conspiración y un ellos que sucumbe. No cabe duda de que algunas personas creen en más teorías de la conspiración que otras, pero todas tienen cierta tendencia a ello, incluso si no quieren admitirlo.
La relevancia política de las teorías conspirativas ha sido lo más impactante para mí a medida que las he seguido estudiando. No solo aparecen en la política presidencial (la idea de que el presidente George W. Bush voló las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 o de que el presidente Barack Obama falsificó su certificado de nacimiento para ocupar la presidencia), sino también en políticas tan variadas como las leyes locales de utilización del suelo, los programas de uso público de bicicletas, las políticas sobre los transgénicos y los planes de prevención de enfermedades (Avery, 2017; Hurley y Walker, 2004; Osher, 2010; Harmon, 2014). Las teorías de la conspiración también llevan a tomar decisiones personales erróneas, sobre todo en el tema de la salud (Jolley y Douglas, 2014), y son la causa de que hayan reaparecido enfermedades que creíamos erradicadas (Plait, 2013). Siguen desempeñando un papel importante en la justificación de la inacción sobre el cambio climático en Estados Unidos, lo que puede llevarnos a un desastre mundial (Uscinski y otros, 2017). Y las teorías de la conspiración no se limitan a Estados Unidos, sino que afectan a las políticas en el mundo entero: tenemos casos actuales en Polonia (Soral y otros, 2018), Rusia (Yablokov, 2018), Turquía (Nefes, 2018), Oriente Medio (Nyhan y Zeitzoff, 2018), Europa (Drochon, 2018) y América Latina (Filer, 2018).
La eterna pregunta, por lo tanto, es: ¿por qué la gente cree en las teorías de conspiración? Se podría pensar que los teóricos de la conspiración, sobre todo los más comprometidos, tienen una psicopatología subyacente a sus creencias. Pero no parece ser el caso dado que muchísima gente cree en teorías de conspiración y la mayoría no padece ninguna enfermedad mental. Los psicólogos han identificado una serie de estados mentales, factores cognitivos y rasgos de personalidad que acompañan a la creencia en teorías conspirativas (Wood y Douglas, 2018), y muchos comparten la idea de que el pensamiento conspirativo impulsa las creencias en teorías de conspiración (Brotherton y otros, 2013).
Si queremos una explicación más completa de por qué la gente cree que las teorías de la conspiración, no podemos olvidarnos del papel de los factores sociales y políticos, ni del clima en el que los medios y las élites transmiten información. Me sorprendió descubrir en mis encuestas que las personas con inclinaciones políticas de derecha e izquierda mostraban niveles iguales de pensamiento conspirativo, pero las que se identificaron como independientes o simpatizantes de un tercer partido mostraron niveles más altos (Uscinski y Parent, 2014). A pesar de las afirmaciones de muchos periodistas en sentido contrario, numerosos estudios muestran que los republicanos no son más susceptibles a las teorías conspirativas que los demócratas (por ejemplo, Oliver y Wood, 2014). Este descubrimiento suele irritar a las personas de la izquierda (Krugman, 2014, entre otros), pero el partidismo no es un predictor marcado de creencia ni cuando se trata de las teorías conspirativas más enloquecidas, (Tingley y Wagner, 2017; Uscinski y Klofstad, 2018a).
En cambio, el partidismo sí afecta a la hora de determinar qué teorías de la conspiración aceptará o rechazará cada persona: los demócratas que creen en las teorías de la conspiración tienden a pensar que los republicanos están conspirando contra ellos, y los republicanos que creen en las teorías de conspiración tienden a creer que los demócratas están conspirando contra ellos (Smallpage y otros, 2017). Lo mismo sucede con otras disposiciones: los cristianos y los musulmanes son más propensos que los judíos a creer en teorías de conspiración judías o a negar el Holocausto (Bilewicz y otros, 2013; Nefes, 2013); las personas con creencias de la Nueva Era son más propensas que los católicos a creer en las teorías conspirativas del tipo de El código Da Vinci (Newheiser y otros, 2011); los aficionados al fútbol americano que viven fuera de Nueva Inglaterra son más propensos que los aficionados de Nueva Inglaterra a creer que Tom Brady, el quarterback de los New England Patriots, conspiró para desinflar sus balones y amañar un partido (Carey y otros, 2016).
Todos somos víctimas alguna vez de las teorías de la conspiración. Suelen ser entretenidas y apasionantes porque la fórmula es excelente: villanos malvados sin escrúpulos que se aprovechan de víctimas inocentes. Quizá suene a tautología, pero cuando creemos en una teoría de la conspiración es porque creemos que es verdad, no nos parece dudosa. Nadie piensa que cree en teorías de la conspiración; piensa que cree en hechos y conspiraciones reales. Por eso es imprescindible conocer nuestros propios prejuicios, someter nuestras propias creencias a escrutinio y ser conscientes de que algunas de las creencias más sagradas para nosotros pueden no ser más que teorías de la conspiración.
Joseph E. Uscinski, Conspiraciones por el bien común, circuloesceptico.org 71/06/2025
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