Occident, el lloc on el sol s'enfonsa.




Cada mañana, de hecho, el punto de salida del sol se desplaza un poco, y la longitud de la sombra proyectada al mediodía tampoco es constante. Es ese ciclo el que tiene que ver con el cambio de las estaciones: la sombra tendrá una extensión mínima en el solsticio de verano, una máxima en el solsticio de
invierno y un valor medio en los dos equinoccios, el de primavera y el de otoño. Nuestros antepasados conocían bien estos desplazamientos del sol a lo largo de la línea del horizonte y es cierto que los primeros pastores, a principios del Neolítico, describían su movimiento tallando en piedra una especie de doble espiral, que primero se ensancha y luego se estrecha.

Este es el principio de la orientación, y he aquí el esquema derivado de él en su sentido más simple: un plano y dos intersecciones con la línea del horizonte, a lo que podemos añadir otro plano ortogonal al primero y dos intersecciones más con la línea de paso. En total, cuatro puntos sobre el horizonte: los puntos cardinales, para ser exactos, los cuales, desde aquellos lejanos tiempos, reflejan esencialmente fenómenos celestes periódicos (aparte de la estrella polar). Fenómenos que, durante mucho tiempo, se leerían como algo vivo, algo trascendente y aterrador, pero en constante diálogo con los seres humanos.

Ahora deberías intentar imaginar que has vuelto a la época de tus orígenes: sin casa, sin carretera, sin fuego, sin una luz que ilumine en la noche. Es una oscuridad profunda la que te rodea, casi una sustancia derramada sobre todas las cosas, una oscuridad tan densa que tienes que dilatar un poco los  ojos para poder distinguir algo. Ahora bien, si levantas los ojos  hacia arriba lo verás: un cielo tan rebosante de estrellas que casi  parece caer sobre tu cabeza. Y no es otra cosa que tú mismo: tú  conoces el cielo y él te conoce a ti. Sois iguales, sois uno.

Es difícil decir mucho más sobre aquella antigua experiencia,  sobre cuál era realmente la relación que nuestros antepasados  tenían con el cielo nocturno hace miles de años. Una  relación que se ha ido construyendo paso a paso, al menos  desde que empezamos a domesticar animales y plantas, hace  ocho, siete o seis mil años, depende de la zona, depende de la  cultura. A esa profunda transformación la llamamos el Neolítico.  Es entonces donde vemos esa nueva relación con el cosmos;  la época en que la astronomía, la religión y la agricultura eran,  probablemente, una misma cosa. La época en que empezamos  a hablar con el cielo.


Es entonces cuando vemos aparecer esa primera idea de  Occidente, el lugar donde se hunde el sol. Utilizo el verbo  «hundir» no por casualidad: porque la mayoría de las representaciones  más antiguas nos hablan de agua y de barcos. Puede  sonar extraño, pero es así. Lo vemos, por ejemplo, en Finlandia,  a partir del sexto milenio antes de Cristo, donde aparecen  imágenes de barcos solares con toda su tripulación y decorados  con cabezas de alce. Lo vemos en Nämforsen, al norte de Suecia,  o en Alta, al norte de Noruega, a partir del cuarto milenio  antes de Cristo, donde, entre rocas planas y claras, también  destacan imágenes rojas de otros barcos con cabeza de alce.  Por no hablar de las representaciones de barcos solares alrededor  del lago Onega, en Carelia, y en las orillas del río Vyg, en  Rusia occidental.Y la que hoy sigue siendo una de las pruebas  más completas y fascinantes de esta idea, que encontraron por  casualidad unos saqueadores de tumbas en una pequeña colina  cerca de Nebra, en Sajonia-Anhalt: se trata de un disco casi 
redondo, de 32 centímetros de diámetro, 4,5 milímetros de  grosor en el centro y 1,7 milímetros en el borde, con un peso de 2,3 kilos, un pequeño objeto de bronce que originalmente  debía de ser negro y ahora parece verde debido a una capa  corrosiva de malaquita. Tras un largo debate sobre su autenticidad, 
los estudiosos están ahora convencidos de que se fabricó  en algún momento entre el 2100 y el 1700 a. C. y se enterró más tarde, hacia el 1600 a. C. Pero lo más importante de todo  esto es que el disco representa el cielo: sus pequeñas y hermosas  aplicaciones de pan de oro simbolizan una serie de estrellas;  para ser más exactos, la luna llena, la luna creciente y las Pléyades  rodeadas de veinticinco estrellas. Un primer grupo de estrellas al que más tarde se añadieron los dos arcos del horizonte:  dos aplicaciones más que destacaban la salida y la puesta del  sol en el solsticio de invierno y el solsticio de verano y servían  para realizar mediciones astronómicas, y es que el disco estaba  destinado a situarse exactamente donde se encontró, apoyado  en esa precisa colina y orientado hacia la cima del Brocken, el  monte más alto de Alemania central, a unos ochenta y cinco kilómetros de distancia. Colocado en esa posición, se convertía 
en un calendario capaz de medir las fases solares del año. Además, había un último elemento decorativo en el disco, se supone que añadido más tarde: una especie de hoz dorada en el  centro, en la parte inferior. No tenía ninguna función explícita  de cálculo; simplemente, representaba una embarcación. Una barca solar, según parece; una forma de ilustrar el viaje del sol  de este a oeste.

Alessandro Vanoli, La invención de Occidente, Ático de los Libros 2025

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