Text 297: Juan Manuel Zaragoza Bernal, De la ciencia, la política y otras cosas,

 




Imaginemos, por un momento, que el Decálogo para el correcto abordaje de la COVID-19 en España estuviera firmada, en vez de por científicos, por generales de las fuerzas armadas. Y que propusiesen que los políticos democráticamente elegidos diesen un paso atrás para que fuesen ellos los que tomasen las decisiones, basándose, para ello, en su mayor organización, su capacidad para imponer el orden de forma eficaz y su experiencia lidiando con situaciones de alto riesgo. A ninguno nos parecería, creo, tan buena idea. Pues algo parecido es lo que piden estas asociaciones científicas: dejemos a un lado los procedimientos democráticos (la lentitud burocrática, la discusión) y permitamos gestionar la crisis a las “autoridades sanitarias”. Detrás de lo que parecía simple sentido común (que gestionen “los que saben de esto”), encontramos una pulsión profundamente antidemocrática.

Pero debemos ir un poco más allá. Porque no se trata de que los cientos, miles de profesionales que forman parte de estas asociaciones, sean antidemócratas. Decir eso sería una estupidez y una injusticia. Pero sí participan de una visión del mundo que está pensada, precisamente, para cortocircuitar los procedimientos democráticos. Para acallar, como diría Sócrates, a los diez mil necios que se reúnen en el ágora para decidir sus destinos sin tener ningún conocimiento de las matemáticas. Para ello, es necesario dividir el mundo en dos esferas estancas. Por un lado, tendremos la naturaleza, que es independiente de aquello que nosotros pensemos sobre ella. Por el otro, la sociedad, que nada tiene que ver con la primera, en tanto que los valores nada tienen que ver con los hechos. Son dos ámbitos completamente separados. Sin embargo, debe haber alguna forma de evitar que las masas decidan acerca de los valores. No podemos permitir que lo bueno y lo malo se decidan en una asamblea. Tiene que haber un método que nos permita decidir sin depender de su concurso. A falta de uno, tenemos dos. Por un lado, la autoridad. El Poder. Por el otro, la razón. La Ciencia. Los dos son mecanismos gemelos que entran en funcionamiento cuando el guirigay de la masa se vuelve ensordecedor. 

¿Dónde radica la autoridad de la Ciencia (dejemos a un lado al Poder) para exigir que nos callemos? En esa misma partición del mundo entre naturaleza y sociedad que les confería el dominio de una de las partes. Y el SARS-CoV-2 les pertenece. Sólo ellos tienen conocimiento legítimo sobre él, porque sólo ellos pueden conocer los hechos de la naturaleza. Por eso debemos callarnos y dejar que ellos sean (“las autoridades sanitarias”) los que nos gestionen. 

Esto que acabo de describir rápida y superficialmente no es una crisis científica o sanitaria, como tampoco es una crisis política, social o como queramos llamarlo. Es una crisis híbrida, multiforme. Como lo son, y lo serán, las crisis del siglo XXI. Ya nos avisó Ulrich Beck en su famoso La sociedad del riesgo: lo que nos toca es gestionar la complejidad y la incertidumbre (esta es también la línea que sigue Daniel Innerarity en su último libro Pandemiocracia). Y para gestionar la complejidad, toda reducción es peligrosa, por muy tentadora que sea. 

Frente a este afán por silenciarnos, necesitamos un nuevo parlamento. Un nuevo espacio en que los diversos saberes se pongan de acuerdo para intentar resolver el problema en común. En este sentido, el trabajo que se está desarrollando en algunas clínicas de atención primaria de las favelas de Brasil es un ejemplo que debería hacernos enrojecer a todos. Al contrario que aquí, en el que la lucha contra la enfermedad se ha librado mediante una estrategia hospitalocentrista, acompañada por herramientas de control social y represión policial, allí, ante la falta de apoyo de las autoridades, se ha optado por involucrar a todos los interesados en la solución de la crisis, lo que incluye a toda una serie de agentes(ONGs, párrocos, personajes localmente populares) que aportaban conocimientos valiosos y recursos novedosos. A partir de este saber localizado, la adopción de medidas científicamente discutibles, como la desinfección de las calles, no era vista como el intento por parte de los políticos de hacer ver que se hacía algo, sino como una herramienta que permitía visibilizar el problema ante una población que recibía informaciones contradictorias. En este contexto, y pese a que el liderazgo recaía en el personal sanitario, las ciencias (perdida ya la mayúscula y en plural) eran una más en este nuevo parlamento, en el que distintos saberes y prácticas buscaban encontrar una salida común a un problema que afecta a todos y a todas. 

Creo que hay pocas definiciones más hermosas de democracia que aquella que reconoce no ser más que el esfuerzo que realizamos conjuntamente para definir a oscuras, acompañado por otros tan ciegos como nosotros mismos, qué es bueno y qué es malo. Y para esto, no necesitamos el silencio del laboratorio, sino la algarabía de la discusión pública. La polifonía de los saberes. Precisamente lo que nos ha faltado en España.

Si en algo hemos errado, y tal vez esté ahí el problema que la OMS es incapaz de ver, ha sido en que se ha planteado una política excesivamente monódica, en la que únicamente dos tipos de saberes han sido convocados: el de los científicos y el de los economistas. Es en estos términos en los que se ha planteado una dicotomía que buscaba resumir nuestro problema, reducirlo para hacerlo manejable: salvar vidas o salvar la economía. Partiendo de aquí, no podíamos esperar que las cosas saliesen bien.

Hubiéramos necesitado un concierto de saberes, un gran parlamento en el que las demandas, las prácticas diversas, las peculiaridades locales, los saberes de la ciencia, la experiencia de los administrativos y los burócratas, la habilidad de los políticos y los conocimientos que aportan las humanidades y las ciencias sociales, pero también los movimientos vecinales y de base, se hubieran conjurado para definir, en primer lugar, cual era el problema. Para ordenar, a continuación, nuestras prioridades. Y para intentar marcarnos una meta común. Un objetivo. En su lugar, nos hemos encontrado con este concierto a dos voces, que pronto derivó en cacofonía cuando cada miembro del coro empezó a cantar melodías distintas y disonantes.

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