La impotència absoluta.






Si hay tantos actores políticos incapaces de llegar a los acuerdos necesarios es porque han descubierto que resulta mucho más confortable gestionar la intransigencia que la cesión. Para algunos, los costes de no poder son más asumibles que los de poder a medias.

Administrar la impotencia exige menos que gestionar el poder, es decir, ese poder limitado y pactado, que es el único realmente disponible en una sociedad democrática. Es más fácil comunicar a los propios seguidores la impotencia que el poder, es decir, que los adversarios no nos dejan hacer nada (aunque, en realidad, lo que ocurre es que no nos dejan hacer todo) que hacerles saber que hemos conseguido poco y, por tanto, que hemos renunciado a mucho. El éxito de las negociaciones con el adversario (en la medida en que implican alguna cesión o renuncia) es más difícil de comunicar que su fracaso. Sobrellevamos mejor los límites externos que otros puedan imponernos para impedir que consigamos todo aquello a lo que aspiramos que los límites que deberíamos ponernos a nosotros mismos para conseguir parte de lo que deseamos.

En el origen de las parálisis políticas hay una serie de prácticas que de hecho impiden cualquier compromiso o transacción: plantear unas exigencias de negociación que son inasumibles; preferir el prestigio intacto de insobornable negociador a la lógica sin épica de las cesiones mutuas; exhibir la propia capacidad de veto en lugar de trabajar para construir las mayorías transformadoras necesarias; apelar con tanta rapidez como ligereza a que algo no es posible. Se trata siempre de aplicar el mismo modo de conducta: es mejor hacerse valer como un estricto administrador de los principios (aunque esto no reporte ningún beneficio político) que pasar por un desertor.

La incapacidad de ceder, de buscar un compromiso o transaccionar con el adversario podría explicarse si de este modo uno consiguiera más que negociando, pero resulta una práctica estúpida desde el momento en que el inflexible resulta perjudicado. El radicalismo es a la revolución como la agitación al movimiento o la indignación a la democratización: simulacros de transformación, no solamente compatibles con la falta de cambio, sino en muchas ocasiones estimuladores para no cambiar. No solo hay gente conservadora entre los reacios por principio al cambio; quienes más agitan las banderas del cambio radical suelen ser igualmente vagos para pensar de qué modo puede realizarse eso que supuestamente quieren y se convierten así en aliados involuntarios de quienes desean que nada cambie.

El poder es casi siempre algo parcial, conseguido a base de compromisos y renuncias. Lo único que puede ser absoluto es la impotencia; el poder real es siempre limitado, una realidad compartida. El poder absoluto solo se encuentra en la ensoñación unilateral, de la que no se sigue ninguna consecuencia práctica, o en la imposición que solo genera beneficios hoy pero termina erosionando la convivencia.

En la vida real nadie suele asaltar ningún cielo, ni consigue imponerse del todo o salirse absolutamente con la suya. Se consiguen cosas, por supuesto, hay éxitos y fracasos. Y cuanto mejor estén diseñadas las instituciones, más graduales son los cambios y menos vulnerables a ser capturadas por una mayoría eventual o por un golpe de audacia y menores son los botines del bloqueo. Todos gestionamos mientras tanto ese poder limitado, nadie disfruta del poder o la impotencia absolutos.

Los electores tendríamos más soberanía y control sobre los elegidos si en vez de permitirles cualquier promesa les exigiéramos que no acrecentaran nuestras expectativas como quien eleva el precio de la apuesta. Cualquier pretensión de cambio, de conservación e incluso de retroceso debería acompañarse del correspondiente plan de viabilidad, de manera que sepamos cómo, cuándo, con quiénes y a qué precio quieren hacer o impedir aquello a lo que genéricamente se han comprometido.

Daniel Innerarity, El poderoso encanto de la impotencia, El País 12/10/2020

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