Text 299: Rebecca Solnit, “Lo imposible ha sucedido”: qué nos enseña la catástrofe sobre la esperanza.
Los desastres (término que
etimológicamente significa “desventura”, estar “bajo un mal signo”) transforman
a la vez el mundo y la manera en que lo percibimos. La perspectiva cambia,
cambia lo relevante. Lo débil se rompe bajo una presión inédita, lo que era
fuerte resiste, lo que estaba escondido se hace visible. El cambio no es solo
posible, es inevitable: nos arrolla y arrastra consigo. Cambiamos también
nosotros, reordenamos prioridades y una conciencia más acuciante de la propia
mortalidad hace que abramos los ojos al preciado valor de la vida. Ni siquiera
ese “nosotros” es ya el que era, pues, separados de los compañeros de clase y
del trabajo, compartimos la nueva realidad con desconocidos. El ser humano
formula su propia identidad a partir del mundo que le rodea. Lo que ahora
tenemos entre manos es una nueva versión de nosotros mismos.
Mientras la pandemia ponía la
vida patas arriba, escuché a muchos quejarse de su dificultad para concentrarse
en algo o para ser productivos. Sospecho que era porque todos estábamos
inmersos en otra tarea, más importante. Pasa lo mismo durante un embarazo, o
cuando nos recuperamos de una enfermedad, o cuando somos pequeños y damos el
estirón: estamos trabajando, no dejamos de trabajar, sobre todo cuando parece
que no hacemos nada. Por debajo del nivel de la conciencia, nuestro cuerpo
crece, se cura, produce, transforma, alimenta. Mientras nos esforzábamos por
entender los datos y los procesos científicos del desastre en curso, nuestra
psique hacía algo equivalente. Había que adaptarse a cambios sociales y
económicos profundos y estudiar las posibles lecciones del desastre. Había que
prepararse para un mundo que no vimos venir.
Cuando el statu quo se
tambalea, quienes se benefician de él están más preocupados de mantenerlo o
restablecerlo que proteger la vida de nadie. Lo hemos visto en la coral de
mandamases empresariales y altos cargos conservadores que afirmaron que todo el
mundo debía volver al trabajo para salvaguardar el mercado bursátil y que las
muertes resultantes serían un precio aceptable. Es habitual que, en las crisis,
los poderosos intenten acumular más poder —ahí está el Departamento de Justicia
de la Administración de Trump tratando de suspender los derechos
constitucionales— y los ricos acumular más riqueza: dos senadores republicanos
son hoy el blanco de las críticas por, presuntamente, utilizar información
interna sobre la pandemia para obtener dividendos en bolsa (aunque ambos han
negado haber obrado con mala fe).
Los sociólogos del desastre
utilizan el término “pánico de las élites” para describir el comportamiento vil
de los poderosos a partir de la creencia de que la gente corriente se
comportará de manera reprobable. Por lo general, cuando las élites hablan del
“pánico” y los “saqueos” en las calles, están dando nombres desacertados a los
mecanismos que la población pone en práctica para sobrevivir y cuidar de los
demás en situaciones de urgencia. A lo mejor la posibilidad de que lo más
sensato era huir del peligro cuanto antes o reunir provisiones para repartirlas
entre los necesitados.
Esas
mismas élites son las que tienden a anteponer el beneficio y las propiedades a
la comunidad y las vidas humanas. En los días que siguieron al terremoto de San Francisco, el 18 de abril de 1906, el ejército estadounidense, convencido de que la
población suponía una amenaza y que los disturbios serían un grave problema, se
hizo con el control de la ciudad. El alcalde dio permiso para “disparar a
matar” contra todas las personas descubiertas en actos de pillaje. Los soldados
lo hicieron, seguros de que así restauraban la paz social. En realidad, su
única contribución en el desastre fue abrir cortafuegos inútiles que contribuyeron
a la propagación de las llamas y disparar o golpear a los ciudadanos que
contravenían las órdenes (aunque las órdenes fueran permitir que el fuego
acabara con sus hogares y sus barrios). Noventa y nueve años después, tras el
huracán Katrina, la policía de Nueva Orleans y las patrullas urbanas de
individuos blancos hicieron lo mismo: disparar contra personas negras en nombre
de la propiedad y de su propia autoridad. El Gobierno, a nivel local, estatal y
federal, aún veía en la población desplazada, mayoritariamente pobre y negra,
un peligroso enemigo que había que controlar, y no a víctimas de una catástrofe
que requirieran su ayuda.
Tras
el huracán, los principales medios de comunicación contribuyeron a extender la
obsesión con el saqueo y el pillaje. Se diría que los bienes de consumo
producidos en masa y expuestos en los centros comerciales eran más importantes
que la gente que no disponía de alimentos ni de agua potable, que las ancianas
atrapadas en el tejado de sus casas. Murieron casi mil quinientas personas en
un desastre provocado más por el mal gobierno que por el mal tiempo. El Cuerpo
de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos no supo dar una respuesta
adecuada; la ciudad no disponía de planes de evacuación para los pobres y la
Administración del presidente George W. Bush fue incapaz de enviar ayuda eficaz a tiempo. Es la misma situación que
vivimos estos días. Un miembro de la oposición brasileña afirma que el presidente derechista Jair Bolsonaro“representa a los intereses económicos más perversos,
los que no sienten preocupación alguna por las vidas de la gente. Lo único que
les importa es mantener el margen de beneficios” (Bolsonaro asegura, mientras
tanto, que está tratando de proteger tanto a los trabajadores como a la
economía).
En
el mundo desarrollado, los cambios más inmediatos han sido espaciales. Nos
hemos quedado en casa, quienes tenemos casa, y hemos evitado el contacto con
los demás. Hemos dejado las escuelas, los centros de trabajo, los congresos,
las vacaciones, los gimnasios, las tareas y los recados, las fiestas, los
bares, las discotecas, las iglesias, las mezquitas, las sinagogas; hemos dejado
de lado el bullicio y el ajetreo del día a día. La filósofa y mística Simone
Weil le escribió a una amiga que se encontraba lejos: “Amemos esta distancia,
toda ella entretejida de amistad, pues quienes no se aman no pueden ser
separados”. Nos hemos separado para protegernos. Y a pesar de la necesidad de
mantener la distancia física, hemos encontrado formas de ayudar a los más
vulnerables.
Hace siete años, Patrisse
Cullors escribió una especie de declaración de intenciones para el movimiento Black Lives Matter: “Seremos
esperanza e inspiración para la acción colectiva capaz de construir un poder
colectivo dirigido a la transformación social. Nacemos del dolor y de la rabia,
pero nos dirigimos a la consecución de las visiones y los sueños”. No resulta
hermoso solo por esperanzador, porque Black Lives Matter llevara a cabo una
labor transformadora, sino también porque reconoce que la esperanza puede
cohabitar con el dolor y las dificultades. Que no es incompatible con la
tristeza de las profundidades y la furia que arde en la superficie. Somos, al
fin y al cabo, criaturas complejas, capaces de diferenciar la esperanza de ese
optimismo que afirma que todo irá bien, siempre, pase lo que pase.
Gracias a la esperanza sabemos
que, entre todas las incertidumbres que nos depara el futuro, habrá batallas
que merezca la pena luchar, que incluso podemos ganar algunas de ellas. Sin
embargo, esa esperanza se enfrenta al peligro de creer que todo iba bien antes
del desastre y que debemos regresar a ese estado. Antes de la pandemia, la vida
de muchos seres humanos era ya un desastre de desesperación y marginalidad, una
catástrofe ambiental y climática, una obscenidad de desigualdades. Aún es
pronto para saber qué emergerá de esta emergencia, pero no para buscar
oportunidades de contribuir a lo que sea que nos depare. Creo que ese es el
desafío para el que muchos nos estamos preparando.
Comentaris