El pitjor dels monstres és que són éssers humans.
47. La vida siempre será clandestina para nosotros, seamos quienes
seamos “nosotros” y sean cuales sean las cámaras fotográficas de nuestra
Historia. El sueño de la Ilustración es sólo una pesadilla. Un sueño de
la razón que ha generado monstruos, relegando al basurero de lo público
a todos aquellos que no cuadraban con el canon de alta definición
imperante. De la misma manera que se puede decir que la mayor parte de
las novelas que han sido escritas no llegarán jamás a ser publicadas,
también es cierto que la vida real, pobre o rica, se oculta a los ojos
de la sociedad. Los sucesos de Cleveland, sobre los cuales correrán ríos
de tinta obscena, sólo ponen ante nuestros ojos algo que en el fondo
siempre hemos sabido. Da igual que haya crímenes o no, los meandros de
la vida no son traducibles a ninguna narración. Falta una película
sensible para eso, déficit ante el que se estrellarán todas las
estrategias preventivas.
137. Después, los crímenes de Ariel Castro resucitan un viejo tema
sin el cual no viviría la información: otro asunto apasionante y barato
sobre el que opinar impunemente. No habrá ni una sola red social, ni un
solo periódico que no sea travesado por oleadas de comentarios
apresurados, indignadas opiniones, condenas y exclamaciones de
escándalo. Una vez más, el horror de los otros –indistintamente,
víctimas o verdugos- lava y blanquea el malestar de nosotros.
El Apocalipsis extramuros sirve para realimentar un relativo bienestar
intramuros, a pesar de todas las crisis. Ante los crímenes cometidos en
ese barrio pobre, como ya ocurrió en atrocidades recientes, nuestra vida
vuelve a ser normal. En este sentido, sin saber nada de ello, el
siniestro Ariel trabaja para el orden reinante. La prensa y la
televisión, que no ven nada que contar en un día cualquiera de un barrio
cualquiera, encontrarán en esa calle de Cleveland –que jamás habrían
pisado antes- un filón abierto a la explotación sensacionalista,
recorriendo o reinventando los mil detalles escabrosos de Ariel y sus
tres cautivas, sus hermanos, la niña y las familias respectivas.
13. Es probable que les resulte difícil a las tres mujeres, a sus
familias y allegados, escapar a la ola de negocios obscenos que se harán
con esta perturbadora desgracia. No es de descartar –ya ocurrió en
Alcàsser, en Austria, en el caso Lewisnky o Bretón, etc.- que veamos a
las víctimas o a supuestos testigos circulando en entrevistas exclusivas
y debates, firmando libros de memorias, etc. Roguemos para que la ola
mediática posterior, antes de que se apague la “alarma social” y nadie
se acuerde de nada, no sea más sórdida que los sucesos que la lanzaron.
Los medios, la sociedad entera pueden rematar –ojala que esto sea sólo
una exageración más- la labor criminal que Ariel Castro comenzó con sus
secuestradas.
58. ¡Diez años! Con todo, ¿cómo es posible que nadie haya visto nada,
que nadie haya dado la voz de alarma, que la historia casi inimaginable
de esa casa haya permanecido en secreto ante los vecinos, los parientes
y la policía? La pobreza estadounidense es parte de la respuesta.
Quiero decir, el desprecio estatal por la miseria popular, ese
vergonzante envés del sueño americano que raramente asoma a las
pantallas, excepto tras el desastre del Katrina, en las películas de
Malick o de Michael Moore. La miseria crea una comunidad de protección
en donde es posible ver cien cosas anómalas cada día –a Pedro, el
hermano de Ariel le detuvieron desnudo y borracho el mismo día del
rescate- sin que nadie se asombre. Sobre todo, sin que nadie denuncie
nada en comunidades marginales donde el soplón no está bien visto. Hay
que sobrevivir y dejar sobrevivir, sin meterse en líos. Aún así, es
plausible la hipótesis de que la misma policía no se tomase en serio los
pocos avisos de anomalías en el jardín y la casa de autos. Al fin y al
cabo, se trataba de un gueto hediondo donde la policía apenas entra. Ya
se sabe, los pobres se autoliquidan solos.
324. También es cierto que esta tolerancia que nace de la
miseria se junta con otro factor. Hoy en día nadie conoce a nadie:
recordemos el caso de El Solitario en España. Es difícil que en ese
barrio mestizo -a medias hispano, a medias negro- pudiera ocurrir algo
así si las costumbres no estuvieran filtradas por el sacrosanto respeto
angloamericano a la vida privada. En EEUU cada uno es amo y señor de su
casa, territorio sagrado donde nadie entra sin ser llamado, y esto
explica que dentro de una casa puedan suceder crímenes que en otra
cultura menos individualista saldrían a la luz. Si el escenario de
Castro fuera lujoso, en vez de paupérrimo, podría ocurrir algo parecido,
pues el blindaje de lo privado en “América” permite esa opacidad.
Sucede todavía con el tema recurrente de las armas. Todo lo que sea una
intromisión pública en ese recinto sagrado de las “libertades
individuales” será enseguida tildado de comunismo. Es posible que este trasfondo haya facilitado la casa de los horrores de Cleveland.
7. Finalmente, el tema más escabrosos y difícil, prácticamente
intocable. Una cuestión sobre la que, por razones morales y de elemental
prudencia, no deberíamos animarnos a entrar –los medios lo harán
enseguida por nosotros. La soledad, el sexo, la violencia, el amor y el
odio, el secuestro y el síndrome de Estocolmo. Ahora en caliente y
después en frío, es posible que nunca salga a la luz hasta qué punto las
víctimas tuvieron que colaborar con su depredador para simplemente
sobrevivir. “¿Qué clase de monstruo es usted?”, le espeta un periodista
que posiblemente jamás entraría en el barrio de Castro. Lo peor de este monstruo
es que, como muchos otros, es un ser humano. Y sus tres víctimas
también, incluida Michelle Knight, que después de la liberación no
quiere volver con su familia.
128. White trash, alcohol barato y metanfetaminas.
Parte del sueño contracultural de los 60 y 70 debió de hundirse en un
infierno parecido, que tiene su raíz en la desintegración familiar. No
se dirá, pero es en un escenario de soledad y desarraigo, de familias
reventadas por el capitalismo, que Castro secuestra y oculta fácilmente a
sus jóvenes. Las viola repetidamente, las maltrata, las golpea, las
hace abortar. También las alimenta, celebra el cumpleaños del secuestro y
ayuda, con amenazas, a que una de ellas de a luz. El monstruo
no quería estar solo. Nelson Martínez, primo de Ariel, comenta que una
vez vio a la hija de Amanda Berry: “Tenía ropa limpia y parecía una niña
normal”. Que la policía y los jueces hagan su labor, con las
consecuencias que sean. Por piedad hacia las tres mujeres y esa niña
“normal”, los demás deberíamos abstenernos de querer conocer muchos más
detalles. Más aún si tenemos la certeza de que un inmenso negocio que
vive del tormento de los otros se empeñará exactamente en lo contrario.
Ignacio Castro Rey, Variaciones Cleveland, fronteraD, 11/05/2013
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