Carta al Dr. Semmelweis.
Le escribo desde el más improbable de los sitios: su futuro. Hace 148
años usted falleció en Viena, en el asilo de Lazarettgasse para
enfermos mentales. La causa directa de su muerte fue curiosamente una
septicemia, enfermedad que con tanta imaginación y ahínco usted combatió
durante toda su vida profesional. Se dice que la ocasionó la infección
de una herida que le produjeron los golpes que le propinaron los
guardias del asilo después de que había tratado de escapar. No sé si
recuerda, pero su comportamiento los últimos años de su existencia fue,
por decir lo menos, desconcertante, y su afición por el alcohol
empeoraba su condición. Nunca se supo si sufrió de melancolía, sífilis
terminal o un padecimiento neurodegenerativo identificado en 1901 que
produce trastornos conductuales y que hoy se conoce como enfermedad de
Alzheimer. Le escribo intrigado porque me pregunto si llegó a tener
conciencia de la importancia que tendría para la medicina y la salud
pública la medida que puso en práctica en la Clínica de Maternidad del
Hospital General de Viena en 1847: el lavado de manos.
Como bien
sabe, en aquellos tiempos estaban todavía en boga las teorías humoral y
miasmática. Al igual que Hipócrates, el grueso de los médicos de su
época pensaba que las enfermedades eran producto de un exceso o un
déficit de alguno de los cuatro humores. Los miasmáticos aseguraban que
las enfermedades las diseminaban los “males aires” o miasmas, de allí la
costumbre de ventilar continuamente los pabellones de los sanatorios y
evitar en ellos los hacinamientos. Era difícil, por lo tanto, aceptar lo
que usted sugería: que era cierta materia que llevaban los médicos de
los anfiteatros a las salas de parto lo que producía las famosas fiebres
puerperales.
Desde el siglo XXI puedo confirmarle que construyó
usted su argumentación de manera impecable. Todos sabían que esas
fiebres eran más comunes en los partos hospitalarios que en los que se
atendían en el hogar, que eran la gran mayoría. Pero en su caso había
una incógnita adicional: la tasa de mortalidad en el Pabellón Uno de la
Clínica de Maternidad de su hospital era muy superior (29%) a la del
Pabellón Dos (3%), a pesar de que en ambos se atendían a mujeres pobres,
en el mismo tipo de salas de expulsión y con las mismas técnicas.
Intrigado por esas diferencias estudió todas las otras posibles causas
de esta mortal enfermedad: el hacinamiento (más común en el Pabellón
Dos), el clima y hasta las prácticas religiosas. La única diferencia que
advirtió fue el tipo de personal. El Pabellón Uno era un centro de
enseñanza para estudiantes de medicina, mientras que el Pabellón Dos era
un centro de capacitación de parteras.
La clave se la dio la
muerte de su colega y amigo Jakob Kolletschka, profesor de medicina
forense, quien accidentalmente se lesionó con un bisturí al estar
realizando una autopsia. Adquirió una infección que lo llevó a la tumba y
los estudios patológicos mostraron que había fallecido por una
infección muy similar a la que desarrollaban las mujeres que sufrían de
fiebre materna. La teoría microbiana de la enfermedad aún no había
nacido y usted correctamente concluyó que la “materia cadavérica” que
transportaban los médicos y los estudiantes de medicina de los
anfiteatros (a los que no tenían acceso las parteras) a las salas de
parto debía ser la responsable de la infección puerperal.
Recordará
usted que a mediados de mayo de 1847 instituyó en su servicio el doble
lavado de manos antes de cada parto, primero con agua jabonosa y después
con agua clorada. El resultado fue sorprendente: la tasa de mortalidad
por fiebre puerperal en el Pabellón Uno disminuyó a 2.2% en junio y a
casi cero a finales del año. ¡Había usted descubierto el origen de las
fiebres maternas!
Permítame ahora hacerle un pequeño recuento del
impacto que ha tenido su descubrimiento. La consecuencia más obvia es
sin duda el dramático descenso de las muertes por infección puerperal.
Hoy, en general, los partos son atendidos por personal que tiene la
costumbre de lavarse escrupulosamente las manos antes de entrar en
contacto con una parturienta, y usar instrumental y otros insumos
perfectamente limpios. Esto ha permitido erradicar en los países más
ricos la fiebre puerperal como causa de muerte materna. Por desgracia,
en las naciones más pobres, el contacto con el “material” que da origen a
estas fiebres, que ahora sabemos no es solo el “material cadavérico”,
no puede evitarse del todo y cada año cerca de 70,000 mujeres todavía
fallecen por esta causa en el mundo.
Pero la costumbre de lavarse
las manos no se limitó al campo de la obstetricia. De hecho, dio origen a
una práctica central de la cirugía moderna, la antisepsia, palabra de
origen griego que significa “contra la putrefacción”. Un par de décadas
después de haberse descubierto el origen de la fiebre puerperal, un
médico francés, Louis Pasteur, descubrió que en la materia cadavérica y
en muchos tipos de materia habitan organismos infinitamente pequeños que
denominó bacterias, que son los responsables de aquellos padecimientos
que comúnmente se asocian a cuadros febriles. A los pocos años, en 1867
para ser más precisos, un cirujano inglés, Joseph Lister, atribuyó las
infecciones de las heridas quirúrgicas a las bacterias y propuso
utilizar el fenol para lavar todo el instrumental, las manos de los
cirujanos y las heridas quirúrgicas mismas. El efecto de este “ritual
antiséptico” fue tan espectacular como el que se produjo con la medida
introducida por usted en el Hospital General de Viena: las cirugías
dejaron de ser una sentencia de muerte por infección.
Y al cabo de
los años, la práctica por usted instituida se extendió más allá de los
espacios obstétricos y quirúrgicos cuando se descubrió que las
infecciones en los hospitales se podían transmitir a través de diversos
mecanismos en los que está involucrado prácticamente todo el personal
que trabaja en esas unidades. Hoy ese hábito ocupa un lugar privilegiado
en la lucha contra las infecciones nosocomiales que por desgracia se
han constituido en uno de los mayores retos que enfrenta la medicina
contemporánea.
El lavado de manos se convirtió también en una de
las medidas más útiles para evitar el contagio y la diseminación de
microorganismos en las comunidades. Se dice que esta económica medida
podría evitar hasta un millón de muertes anuales por diarrea en el mundo
y por ello recientemente la Organización Mundial de la Salud decidió
celebrar el 5 de mayo como el “Día Mundial del Lavado de Manos”. Esta
práctica también ha sido crucial en el control de epidemias de diversas
enfermedades respiratorias.
Supongo que ahora que se entera del
impacto que ha tenido su descubrimiento y la medida que adoptó para
combatir las fiebres puerperales renacerá su rencor contra los médicos
de su época que obstaculizaron su trabajo reaccionando primero con
asombrosa indiferencia y después con franca hostilidad. Llegaron al
extremo de despedirlo de su cargo y fue con enormes dificultades que
pudo volver a encontrar empleo, lejos de Viena, en su natal Budapest. Yo
mismo me pregunto, ¿cómo es posible que frente a la evidencia
contundente del descenso de la mortalidad en el servicio de obstetricia
no reaccionaran de manera favorable? El conocimiento médico, por
desgracia, se convierte en dogma con suma facilidad y aquellos que
alguna vez tuvieron un espíritu crítico frecuentemente se transforman en
los más serios defensores del statu quo. Debe reconocer, sin
embargo, que no todos estuvieron en contra suya. Su amigo Ferdinand
Hebra escribió lo siguiente en su defensa: “Cuando se haga la historia
de los errores humanos será difícil encontrar ejemplos de esta clase y
provocará asombro que hombres tan competentes pudiesen, en su propia
ciencia, ser tan ciegos y estúpidos”.
Los historiadores ahora
señalan que lo que les molestó a sus colegas no fue tanto el que usted
pusiera en cuestión las teorías imperantes, sino el que los identificara
como focos de enfermedad y hasta de muerte. Recuerde usted lo que
alguna vez le respondió un prominente obstetra a Oliver Wendell Holmes
cuando este sugirió que el origen de las fiebres puerperales podría ser
la suciedad de las manos de los médicos y enfermeras: “Los médicos son
caballeros y las manos de los caballeros están siempre limpias”.
Déjeme
decirle, doctor Semmelweis, que su obra no solo dio origen a la
antisepsia moderna, revolucionó la lucha contra las infecciones
maternas, sentó las bases de la epidemiología nosocomial y enriqueció la
práctica de la salud pública; su trabajo también fortaleció el estudio
de uno de los fenómenos más polémicos de la medicina moderna, el daño
iatrogénico, que no es otra cosa que el daño producido por el médico. En
un informe publicado en 1999 por el Instituto de Medicina de Estados
Unidos titulado Errar es Humano, se señala que los errores
médicos son responsables de no menos de 100,000 muertes anuales en ese
país. Increíble, ¿no le parece? Pero no quiero perturbar más su eterno
descanso. Ese asunto posiblemente sea el tema de una nueva comunicación.
Prefiero por ahora dejarlo con una cita suya que hace un justo
reconocimiento a su legado: “Cuando pongo la mirada en el pasado, sólo
puedo apartar de mí la tristeza que me embarga volviendo los ojos hacia
un futuro feliz en el que la infección habrá desaparecido”. Allí me
encuentro, y lamento decirle que ese futuro no es tan feliz, entre otras
razones porque las infecciones siguen con nosotros . Sin embargo, puedo
asegurarle que en la historia de los esfuerzos por combatirlas, la
aventura que usted encabezó figura dentro de las más ilustres.
Desde México lo saluda con admiración
Octavio Gómez Dantés, médico sanitarista
Octavio Gómez Dantés, Estimado Dr. Semmelweis, Letras Libres, 27/05/2013
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