Conservador d'esquerres.
Hace ya veinte años, en el prólogo a una novela de Chesterton, traté de resumir en una fórmula resultona lo que a mi juicio debía ser un programa de gobierno de izquierdas. Desarrollada luego en detalle en un libro de 2011 que pocos leyeron (¿Podemos seguir siendo de izquierdas? 2011), su enunciado invitaba a ser "revolucionarios en lo económico, reformistas en lo político y conservadores en lo antropológico". Siempre me llamó la atención que, de entre los que la citaban para elogiarla o criticarla, casi nadie prestaba atención al segundo punto. Los revolucionarios concentraban su mirada en el ardor anticapitalista; los conservadores en la pasión tradicionalista. Pero ocurre que estos dos extremos, emancipados del "reformismo político", se vuelven inmediatamente peligrosos; y uncidos en santo matrimonio por encima de las banales reglas democráticas, peligrosísimos. "Reformistas en lo político" quiere decir, en efecto, defensores de la democracia y el Estado de Derecho, como árbitros que son de lo que nos podemos permitir o no en nuestras instituciones y en nuestras costumbres. Es decir, como límites insuperables de toda revolución y de toda conservación.
En este sentido, me declaro conservador de izquierdas y no rechazo como motor de cambio (o de simple deleite inmediato) la nostalgia: toda la nostalgia, eso sí, que sea compatible con los DDHH, incluidos los de los trabajadores y los del colectivo LGTBI. La nostalgia conservadora es conservadora de los derechos que estamos perdiendo o nos están quitando: también el derecho a la tierra y a la Tierra, a la vivienda, al descanso, a la lentitud, a la cama y la mesa compartidas, a la infelicidad libremente decidida.
Así que entre la revolución económica pendiente y la conservación de "nuestro" mundo está la política democrática, que debe guiar nuestros pasos cuando luchamos en una trinchera y cuando recordamos a los antepasados. Ahora bien, allí donde la única revolución realmente existente es la neoliberal, que se vuelve políticamente iliberal, y donde el conservadurismo antropológico se vuelve reaccionario y neofascista, es más imperativo que nunca defender el "reformismo político" o, lo que es lo mismo, la democracia y los DDHH. Si algo está mal en Europa, es el hecho de que se cede cada vez más a la tentación iliberal; si algo está mal en EEUU es que la alternativa a Biden es Trump; si algo está mal en Chile es que se ha perdido de momento la batalla por la constitución; si algo está mal en Colombia es que Petro ganó por los pelos. Los pocos y menguantes islotes "reformistas" se mantienen a duras penas, apretados entre falsas revoluciones y falsos conservadurismos, y están seriamente amenazados. Amenazados, ¿por quién? Por multinacionales y bancos, como siempre, pero también ahora por un cardumen promiscuo de izquierdistas "revolucionarios", derechistas reaccionarios y "antisistemas" paranoicos, mezclados en la penumbra con antivacunas, terraplanistas y tránsfobos.
El peligro para Europa no es Rusia ni la crisis energética ni la pandemia; es el retroceso de ese "reformismo político" que nunca fue del todo una realidad; el retroceso, es decir, de los DDHH, de la democracia y el Estado de Derecho frente al neoliberalismo iliberal y al tradicionalismo reaccionario. Ninguno de esos dos campos -no lo olvidemos- es el "nuestro". Anticapitalistas siempre; conservadores sin duda; reformistas más que nunca.
Santiago Alba Rico, Una defensa del reformismo, ctxt 08/09/2022
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