Spinoza i les emocions.

 





Spinoza sostenía, siglos antes de la revolución cognitiva, que el espíritu es la expresión intelectual del cuerpo y este es la expresión corporal del espíritu; lo emocional y lo cognitivo están inextricablemente unidos. El conocimiento de sí mismo, para él, no viene de ninguna fuente metafísica, de un alma inmortal, por ejemplo (Spinoza era más bien un panteísta, aunque este es un asunto muy debatido), sino del esfuerzo que hacemos por entender nuestro cuerpo y sus emociones. Así de simple y así de difícil. Hay que conocer las emociones humanas, los sentimientos, de la misma manera que tratamos de entender los tornados o las inundaciones. El error de los filósofos y de los sacerdotes, decía, ha sido justamente tratar la naturaleza humana no como lo que es, sino como lo que se quiere que sea. No tenemos, como suponen los teólogos, un espíritu iluminado que comanda el cuerpo, sino un cuerpo que nos sobrepasa y nos conduce, sin que lo entendamos plenamente: nuestra capacidad para conocer lo que somos es una facultad muy limitada. La conciencia es una facultad asediada por las ilusiones; que conoce poco y sueña despierta.


No intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo consideramos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos.



Suprimir el deseo, matar los placeres, como lo predican las religiones, es renunciar al conocimiento y extraviarse en mentiras imaginarias, decía Spinoza. No solo eso, también es vivir una vida triste. El verdadero dualismo, para Spinoza, no es entre alma y cuerpo, sino entre los que se rinden a la tristeza, suprimiendo el goce, y los que viven de manera alegre, en armonía con las emociones y guiados por la razón. “El goce –dice– es el paso de una menor a una mayor perfección.” No por eso recomienda una vida de pasiones desenfrenadas; lo suyo era el goce inteligente y libre, sin caer en el exceso ni en la abstinencia. La libertad consiste en depurar los deseos para que nos den la mayor satisfacción posible, las mayores alegrías. Esa es, decía, la verdadera “beatitud”. Desear algo no es un desplome, una caída, como piensan san Pablo y san Agustín; al contrario, es una potencia que, bien dirigida por la razón, nos hace mejores y más felices.

Todo lo que somos, decía Spinoza, se explica por el tipo de encuentros que tenemos en la vida. Somos el resultado de encuentros con cosas y con personas. Una comida que nos cae mal o un animal que nos rasga la piel son malos encuentros. La muerte es un mal encuentro; nada más que eso, y siendo tal cosa no debe ser objeto de nuestra preocupación: “El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte”, decía; es necesaria, pero también ajena; está por fuera de la vida. Estamos hechos para la vida y solo para ella, lo demás no existe.

Con las personas tenemos los encuentros que más hacen de nosotros lo que somos. Cada hombre completa a los otros y es completado por ellos, dice. Un encuentro feliz que conviene a nuestra naturaleza nos vitaliza, refuerza nuestras emociones más positivas, como la alegría, la confianza, el amor y potencia la vida (conatus). Y a la inversa, los malos encuentros nos disminuyen, nos apocan, nos entristecen. La sabiduría consiste en escoger los mejores encuentros, para espantar la tristeza y aumentar la potencia vital. El mal no existe, lo que hay es malos encuentros, malas relaciones. No existen el bien y el mal, sino lo bueno y lo malo; lo bueno es lo que va en el sentido del conatus, de la vida y de la alegría, lo malo es lo que va en el sentido de la muerte y de la tristeza.

Mauricio García Villegas, El poder de las emociones humanas, Letras Libres 01/09/2022

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