Revolució, història i ciència.



Hegel

En su libro sobre las sectas milenaristas medievales, el historiador británico Norman Cohn señala que estos movimientos ‒que creían en la Segunda Venida de Cristo y en el establecimiento de un reino de mil años que precedería al Juicio Final‒ presentan la salvación como un suceso colectivo, mundano, inminente, total y milagroso. Es decir, uno que atañe a todos los seres humanos, se produce en este mundo, está a punto de llegar, produce una transformación completa de la vida en la tierra y es facilitada por agentes sobrenaturales. Salta a la vista que la promesa de felicidad intramundana formulada por el marxismo-leninismo cumple con todas esas características, salvo la última: nada habría de «milagroso» en un proceso de transformación social impulsado políticamente. O, al menos, eso parece. Pero, ¿no cumplirá aquí la concepción marxista de la historia el papel que el milenarismo cristiano asignaba a los agentes supramundanos? ¿No es la fe en la historia el equivalente a la fe en la salvación?
Se ha hablado mucho de las raíces judeocristianas de la idea marxista de la historia, que, naturalmente, remite a su vez al idealismo hegeliano. Marx pertenecía a los «hegelianos de izquierdas», contrapuestos a los llamados «hegelianos de derechas»: si éstos creían que la Historia había terminado ya y lo había hecho con el ascenso de Napoleón, aquellos entendían que la Historia seguía en marcha. Quiere decirse: avanzando hacia la definitiva «superación» dialéctica de sus contradicciones, todas ellas legibles en el curso mundano de los acontecimientos. Para la perspicaz Hannah Arendt, aquí reside la consecuencia teórica más importante de la Revolución Francesa: en el nacimiento del concepto moderno de Historia que Hegel deduce de los acontecimientos de 1789. Si lo real es racional y lo racional es real, la Historia no puede serlo menos; toda ella es, entonces, un astuto despliegue de la razón; un despliegue necesario y, por tanto, también irresistible.
Todo esto lo tomará prestado Marx, para quien el motor de esa historia es la lucha de clases. El empobrecimiento del proletariado a manos de la burguesía generará contradicciones insalvables en el capitalismo, cuya superación se producirá mediante una revolución destinada a instaurar una sociedad sin clases. Arendt encontraba en esta forma de concebir la historia una falacia palmaria: la historia no es contemplada desde el punto de vista de los agentes, sino desde el punto de vista del observador. Y, lo que es peor, ese mismo observador se convertirá en agente, tomando como referencia aquello que ha creído observar: los revolucionarios vocacionales harán la revolución aplicando un modelo ya existente, como hicieron los bolcheviques con 1789 en mente. Es difícil traducir el juego de palabras que les dedica Arendt: «They were fooled by history, and they have become the fools of history». Nota bene: las tensiones internas al pensamiento de Arendt se dejan ver cuando aborda este tema, pues es difícil sostener la incompatibilidad entre poder y violencia, sobre la que ella insiste en toda su obra, cuando se habla de la revolución. Arendt termina por conformarse con que esa violencia tenga por objeto «al menos» la constitución de la libertad. Siendo para ella la libertad y no la igualdad, por cierto, el tema de cualquier auténtica revolución.
Sea como fuere, la concepción hegeliana de la historia se convierte en ciencia de la mano de Marx. Sus leyes son, por tanto, equiparables a leyes naturales. De ahí que él mismo denigrase a los socialistas primitivos como «utópicos»: Owen, Saint-Simon, Fourier. ¡No hacían ciencia! Y se conformaban con esbozar un ideal, despreocupándose de los medios políticos que habrían de permitir su realización práctica: pobres amateurs condenados al pie de página de la historia. Esta dimensión científica delata la raigambre ilustrada del pensamiento marxista, pero termina por producir un efecto análogo a la fe cristiana a la hora de justificar las penurias terrenales que uno ha de vivir en el valle de lágrimas de la existencia mundana, lamentable prólogo a la felicidad eterna en el reino de los cielos. Así que el marxismo anticipa la recompensa y formula una promesa que debe realizarse en un futuro político que ha de llegar tarde o temprano. No sabemos cuándo, pero los promotores de la revolución «el partido que forma la vanguardia del proletariado» tratarán de adelantarla todo lo posible. Visto lo visto, acertaba Eric Voegelin cuando hablaba de «religiones políticas» para caracterizar a los movimientos políticos de los inicios del siglo XX, todos ellos «salvo acaso el liberalismo y la socialdemocracia‒ empeñados en dar salida a la «problematicidad de la existencia» humana por medio de la secularización de las viejas promesas religiosas. Para entendernos, pasaríamos del consuelo religioso al utopismo político; de la gloria ultraterrena al paraíso mundano.
Difícilmente podrá sorprendernos que Marx no diese demasiados detalles sobre la naturaleza de la existencia en la futura sociedad sin clases. En ese aspecto, el marxismo entronca con la tradición del Romanticismo político, que alimenta la frustración con el mundo realmente existente en nombre de una alternativa nunca definida, pero siempre reclamada; una insatisfacción, pues, que reclama su derecho a afirmar que las cosas pueden ser de otra manera. Y es así, invocando una sociedad perfecta, como pueden rechazarse las mejoras destinadas a remediar algunas de las imperfecciones que padece la sociedad en que vivimos. Por eso, como señalábamos la semana pasada, Lenin rechazaba el reformismo: para que su éxito no disuadiera a nadie del propósito revolucionario. Recordemos que Marx era un constructivista radical para quien el ser humano se hace históricamente a sí mismo y a sus circunstancias, razón por la cual él estaba persuadido de la posibilidad ‒y, por tanto, de la necesidad‒ de romper radicalmente con el capitalismo: de construir una sociedad nueva donde no puedan encontrarse rastros de la anterior. Pero el socialismo que habría de sucederle no podía sino bosquejarse, sin demasiados detalles, mediante promesas voluntaristas: desaparecerá el Estado, la política dejará de ser necesaria al eliminarse la conflictividad social y será reemplazada por la simple «administración de las cosas», la burocracia desaparecerá. ¡Bendita inocencia! O, a la luz de las consecuencias, quizá maldita.
Se da así la extraordinaria circunstancia de que la promesa de la sociedad sin clases justificará todo el sufrimiento que se haga necesario para llegar hasta su realización. Paradójicamente, como apunta el historiador Martin Malia, el socialismo consigue durante un cierto período de tiempo presentar la ineficacia y la penuria, y aun la violencia, como bienes supremos: extrañas pero irrefutables pruebas de que la revolución va por el buen camino.
Manuel Arias Maldonado, El discreto encanto de la ideología: comunismo y revolución, un siglo después (II), Letras Libres 15/11/2017

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