Mentida i política.
Lo que
otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede
resumir con el antiguo adagio latino Fiat iustitia, et pereat mundus,
«Que se haga justicia y desaparezca el mundo». Aparte de su probable
creador (Fernando I, sucesor de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI,
nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia
cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador
que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Immanuel Kant,
quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial... significa, en palabras
llanas: "la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo
deban morir en
consecuencia"». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un
mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar
sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las
autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias
físicas». ¿Pero no es absurda esa respuesta? ¿Acaso la preocupación por la existencia
no está antes que cualquier otra cosa, antes que cualquier virtud o
cualquier principio? ¿No es evidente que si el mundo --único
espacio en el que pueden manifestarse-- está en peligro, se
convierten en simples quimeras? ¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo
XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba
obligada a reconocer, según las palabras de Spinoza, que no había
«ninguna ley más alta que la seguridad de [su] propio ámbito»? Sin duda, cualquier
principio trascendente a la mera existencia se puede poner en lugar de
la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio --Fíat veritas,et pereas mundus--, el antiguo adagio
suena más razonable. Si entendemos la acción política en términos de
una categoría medios-fin, incluso podemos llegar a la conclusión sólo en
apariencia paradójica de que la mentira puede servir a fin de establecer
o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace
tiempo Hobbes, cuya lógica incansable
nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos hasta extremos en los
que su carácter absurdo se vuelve obvio. Y las mentiras, que a menudo sustituyen
a medios más violentos, bien pueden merecer la consideración de
herramientas relativamente inocuas en el arsenal de la acción política.
Hannah Arendt, Verdad y
política, (1,2)
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