Resiliència i sedació.







James Davies explica en su fundamental y clarividente libro Sedados. Cómo el capitalismo moderno creó la crisis de la salud mental (Capitán Swing) que «solo en Estados Unidos ya se han gastado unos 20.000 millones de dólares en investigación psiquiátrica y neurobiológica, pero aun así no se ha conseguido mover el contador en lo que respecta a la reducción de los suicidios o de las hospitalizaciones, ni tampoco mejorar los resultados en materia de recuperación para las decenas de millones de personas aquejadas de dolencias mentales». Algo similar ocurre en Reino Unido, donde, según datos públicos, el Servicio Nacional de Salud dedica 18.000 millones de libras anuales a los servicios de salud mental y a casi un 25% de la población se le ha recetado algún medicamento psiquiátrico.

Pero ni el gasto en investigación, ni la amplia cobertura médica han conseguido que la salud mental mejore. ¿A qué se debe esta excepción? Sin duda, resulta fundamental dotar al individuo de recursos personales que puedan ayudarle a superar cualquier desregulación psicológica. Pero es llamativo (e incluso perverso, además de una muestra nula empatía y conocimiento del contexto que vivimos) obviar las condiciones estructurales en las que se dan los –supuestos– trastornos psicológicos que, con quizá demasiada facilidad, suelen aplacarse con medicación psicofarmacológica.

En este mismo sentido se expresa Davies, profesor titular de Antropología Social y Psicoterapia en la Universidad de Roehampton en Sedados: «Desde la década de 1980, los sucesivos Gobiernos y las grandes corporaciones han contribuido a promover una nueva concepción de la salud mental que sitúa en el centro un nuevo tipo ideal: una persona resiliente, optimista, individualista y, sobre todo, económicamente productiva; las características que necesita y desea la nueva economía».

Uno de los defensores (y ‘creadores’) de la resiliencia, Boris Cyrulnik, de una manera muy similar a Viktor Frankl, define la resiliencia como la capacidad para «transformar el dolor en fuerza motora para salir fortalecido». Estas nuevas espiritualidades resilientes nos invitan a aceptar el dolor, pero no cuestionan su origen. Existe una peligrosa rama de la autoayuda y del automanagementque, amparada bajo la engañosa denominación de neoestoicismo, nos invita a mantener intactas las competencias y el nivel de adaptación tras un suceso doloroso o a fortalecernos frente a la adversidad, sean cuales sean nuestras circunstancias.

El lenguaje económico, cuando sirve para aludir a lo emocional, esconde tiranía. Gestionar, adaptar(se), superar(se). La autoayuda de la resiliencia carga al individuo con toda la culpa: es él quien ha de cambiar su visión del mundo y reinterpretar sus sufrimientos para ser adaptativo, para ser funcional. En lugar de cuestionar las causas sistémicas que provocan ciertas angustias, se acusa al sujeto. Ahora bien, romantizar el sufrimiento tiene el precio de llegar a venerarlo como un bien necesario. «Aprovecha los inconvenientes», «hazte fuerte en el sufrimiento» o «todo lo puedes» son consignas que patologizan al individuo y obvian la raíz ética de la realidad. Se pierden de vista las necesarias virtudes, otrora tan imprescindibles, de la autonomía, la independencia de criterio y el cuestionamiento.

Por todas partes nos piden resistencia, resiliencia –esa nueva palabra mágica que oculta una naturalización de una presión difícilmente soportable–. En fantástica expresión, Ripalda añade que se trata de un «rodillo psicológico normalizador» que sustituye ventajosamente a la filosofía (como elemento crítico, pensante, disidente) y, por supuesto, abre un nuevo espacio de negocio multimillonario: apropiarse de nuestra culpa por no llegar a los estándares que marca ese tozudo rodillo.

La resiliencia se ha convertido en el nuevo mantra que permite solventar problemas con los que ella misma parece alinearse. Quien no se adapta ha sucumbido a las circunstancias. Resiliencia o muerte emocional. Como escribe James Davies en Sedados, se achaca «el sufrimiento a unas mentes y cerebros defectuosos en vez de vincularlo a unas condiciones sociales, políticas y laborales nocivas» mientras se promueven «intervenciones medicalizadas sumamente rentables que, si bien son una magnífica noticia para las grandes empresas farmacéuticas, a la larga se convierten en un lastre para millones de personas».

Sin ningún tipo de rubor (y cabría decir, con nuestro paulatino consentimiento y el apacible apadrinamiento de empresas, Gobiernos y gurús de la autoayuda), se han impuesto las condiciones y necesidades de la economía a las humanas, mientras se anestesian nuestras herramientas intelectuales para practicar un juicio crítico y autónomo sobre nuestro panorama socioeconómico. La usual expresión de gestionar las emociones se ha convertido en un terrible eufemismo de transigir, de soportar. La resiliencia es ahora una sedación que nos conduce al borde del abismo psicológico.

Una ideología que incluso se está implantando ya en los centros educativos con expresiones como no es lo suficientemente ambicioso, no es lo bastante emprendedora, etc. Una jerga económica que pretende rentabilizar emociones y reformular nuestro sufrimiento como una falla individual, como un cortocircuito de lo esperado, de lo normalizado y rentable para el sistema socioeconómico imperante.

¿Qué hacer frente a esta despiadada manipulación emocional y la despolitización del sufrimiento? Solo cabe una mayor (y mejor) educación. Sobre todo, de aquellas disciplinas que nos hacen observar y analizar la realidad en sus dimensiones globales, estructurales, en su aspecto macro. Fomentar este trabajo en casa, en centros educativos y en nuestros círculos de proximidad es más imprescindible que nunca.

Carlos Javier González Serrano, Contra la resiliencia: a favor de la lucidez, ethic.es 26/04/2022

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