Etiquetat i sermó
No veo que la situación social haya mejorado desde que batallamos por clasificar y asignarnos un puesto dentro de la defensa de cualquier minoría; es más, la mordaza del mensaje es tan potente que se anula a sí misma. Ya no se puede decir, por ejemplo, que la explosión demográfica en África sigue siendo un problema. Estamos inmersos en una suerte de totalitarismo ideológico que responde a los mismos mecanismos que Hannah Arendt asignaba a los totalitarismos del siglo XX: un fanatismo que tiene mucho más que ver con una lógica de la idea desarraigada de la realidad que con un pensamiento vinculado a la libertad, la reflexión o el sentido. No se privilegia la humanidad de las ideas que se defienden, sino únicamente los mecanismos por los cuales estas ideas funcionan y se retroalimentan en un plano muy ajeno a la acción progresista. En un momento en que aparentemente la defensa de ciertos principios importa más que nunca, resulta paradójico que el compañerismo y el bienestar social se manifiesten seriamente perjudicados, y el ser humano va quedando reducido a un charco de abstracciones que no son más que una tentativa de dominio absolutamente individual y agresivo.
Nos definimos hasta el punto de que uno tiene problemas para mantenerse al día de todas las consideraciones que hay que tener en cuenta para dirigirse a alguien desde su naturaleza sexual, racial, de género. Es un etiquetado que sólo deshumaniza en un mundo de farsantes, más cínico que nunca, más vacío, donde los verdaderos activistas, los más silenciosos y efectivos, no son escuchados porque no requieren ser vistos. Esto responde a una lógica similar a la de aquellos que se oponían a la erradicación de la mendicidad en la España del Siglo de Oro. De acuerdo con la doctrina de la Iglesia, la conservación de la pobreza era necesaria para que los ricos pudieran practicar la caridad de la limosna y ganarse así la salvación de su alma. ¿Y cómo se aseguraba la limosna? A través del sermón. El poder del sermón cumple hoy, mediante su adoctrinamiento, una función similar a la que ejercía hace cinco siglos. Esta defensa de las minorías es en gran parte una falacia, un sermón ideológico que necesita que el negro, la mujer o el moro sigan siendo vistos como el negro, la mujer y el moro de hace 50 años para que otros puedan ostentar su superioridad moral. El discurso ideológico es la limosna contemporánea, el ejercicio de caridad de los privilegiados de hoy. La defensa de los derechos de los más desfavorecidos es cada vez más un simulacro que lubrica el engranaje de un mundo especialmente desconsiderado y cada vez más racista. No quiero ver el color, no quiero exhibir mis limosnas, y, desde luego, no acepto sermones que sólo se pronuncian para beneficio y exhibición de unos párrocos consentidos.
Marina Perezagua, No quiero ver el color, El País 26/0372022
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