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Pero,¿quién creería, si sólo lo oyera y no lo viera, que en todas
partes, cada día, un solo hombre somete y oprime a cien mil
ciudades privándolas de su libertad? Si sucediera en un país
lejano y alguien viniera a contárnoslo, ¿quién creería que no es
pura invención? Sin embargo, si un país no consintiera dejarse
caer en la servidumbre, el tirano se desmoronaría por sí solo,
sin que haya que luchar contra él, ni defenderse de él. La cuestión
no reside en quitarle nada, sino tan sólo en no darle nada.
Que una nación no haga esfuerzo alguno, si quiere, por su felicidad;
ahora bien, que no se forje ella misma su propia ruina.
Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho,
se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían
sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí
mismo; el que, teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo
o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su
mal, o, peor aún, lo persigue. Si le costara algo recobrar la
libertad, no tendría por qué darse prisa alguna, aunque recuperar
los derechos naturales y, de bestia, volver a ser hombre
deberían ser las cosas que más tendría que desear. Sin embargo,
no exijo de él tanto valor: no quiero siquiera que ambicione
no sé qué seguridad de vivir algo más desahogadamente.
Pero ¿es que no está claro? Si, para obtener la libertad, no hay
más que desearla; si, para ello, basta con quererla, ¿habrá nación
alguna en el mundo que estime su precio aún demasiado elevado para obtenerla mediante un simple deseo? ¿Quién puede lamentar el sentir la voluntad de recobrar un bien que debe ser reconquistado a costa de la propia vida, pues su pérdida amar- ga la existencia de cualquier hombre de honor y convierte la muerte en un alivio? Al igual que el fuego de una pequeña chis- pa se hace grande y no cesa de crecer, pues cuanta más leña encuentra a su paso más abrasa, aunque acaba por consumirse y apagarse por sí solo si se lo deja de alimentar, los tiranos, cuanto más saquean, más exigen, cuanto más arruinan y des- truyen, más se los alimenta y más se los ceba; se consolidan entonces aún más y se hacen siempre más fuertes con el fin de aniquilar y arrasarlo todo. Pero, si no les diéramos nada, si no les obedeciéramos, aun sin luchar contra ellos ni atacarlos, se quedarían desnudos y vencidos, al igual que el árbol, cuyas raíces ya no reciben savia, pasa a ser muy pronto un tronco seco y muerto.
Etienne de la Boétie,
El discurso de la servidumbre voluntaria (1548), La Plata: Terramar; Buenos Aires 2008
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