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Ante todo, no cabe duda, creo, que si viviéramos en posesión de los derechos que la naturaleza nos ofrece y según los preceptos que nos enseña, estaríamos probable y naturalmente sometidos a nuestros padres y al uso de nuestra razón, pero jamás seríamos siervos de nadie. Cada cual siente en sí, en su propia naturaleza, el impulso instintivo de la obediencia paterna y materna. En cuanto a saber si el motivo de esa obediencia es innata o no en nosotros, debería ser objeto de un detenido debate entre académicos y de una reflexión a fondo en las escuelas de filósofos. De momento, no creo equivocarme diciendo que hay en nuestra alma una semilla natural de razón que, cultivada por los buenos consejos, hace brotar en nosotros la virtud, mientras, por el contrario, ahogada por los vicios que, con demasiada frecuencia, nos agobian, aborta asfixiada por ellos. Pero si algo hay claro y evidente para todos, si algo hay que nadie podría negar, es que la naturaleza, ministro de Dios, bienhechora de la humanidad, nos ha conformado a todos por igual y nos ha sacado de un mismo molde para que nos reconozcamos como compañeros, o, mejor dicho, como hermanos. Y, si, en el reparto que nos hizo de sus dones, prodigó alguna ventaja corporal o espiritual a unos más que a otros, jamás pudo querer ponernos en este mundo como en un campo acotado y no ha enviado aquí a los más fuertes ni a los más débiles. Debemos creer más bien que. al hacer el reparto, a unos más, a otros menos, quería hacer brotar en los hombres el afecto fraternal y ponerlos en situación de practicarlo, al tener, los unos, el poder de prestar ayuda y, los otros, de recibirla. Así pues, ya que esta buena madre nos ha dado a todos toda la tierra por morada, de cierto modo nos ha alojado a todos bajo el mismo techo y nos ha perfilado a todos según el mismo patrón, a fin de que cada cual pueda, como en un espejo, reconocerse en el vecino; si nos ha dado a todos ese gran don que son la voz y la palabra para que nos relacionemos y confraternicemos y, mediante la comunicación y el intercambio de nuestros pensamientos, nos lleva a compartir ideas y deseos; si ha procurado por todos los medios conformar y estrechar el nudo de nuestra alianza y los lazos de nuestra sociedad; si, finalmente, ha manifestado en todas las cosas el deseo de que estuviéramos, no sólo unidos, sino también que, juntos, no formáramos, por decirlo así, más que un solo ser, ¿cómo podríamos dudar de que somos todos naturalmente libres, puesto que somos todos compañeros? Y ¿podría caber en la mente de nadie que, al darnos a todos la misma compañía, la naturaleza haya querido que algunos fueran esclavos?
Etienne de la Boétie, El discurso de la servidumbre voluntaria (1548), La Plata: Terramar; Buenos Aires 2008
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