Sospitem, llavors pensem.
Que el mundo real sea aparente y que el mundo aparente sea el real es un buen asunto para hacer dialogar fecundamente a Platón y Nietzsche
pero para lo que ahora nos concierne no difuminaría nuestra sospecha.
En definitiva nos apremia la posibilidad de que estemos viviendo tras
aquello que no merece la pena, dedicándonos a lo que podría ser una
pérdida, y no solo de tiempo. Nos cuestionamos acerca de si tantos
desvelos y empeños por lograr determinados propósitos se corresponden
con lo que es digno de ser pensado y vivido. De entre todas las
sospechas, hay una que resulta contundente y palmaria, la de que lo que
importa no es esto, ni se trata de eso.
Siempre sospechamos. Queda por ver si de modo adecuado, o si lo
reducimos a dudar. Acuciados y distraídos a la par, es llamativo hasta
qué punto ello no impide un cierto aburrimiento, al margen de que
estemos más o menos ocupados. Los llamados filósofos de la sospecha, Nietzsche, Freud y Marx nos
despiertan de un primer nivel de sueño y dejamos de estar dormidos en
alguna medida para comprobar con claridad hasta qué punto precisamente
no está claro. Las razones son otras, las causas y territorios también.
Se produce todo un fructífero desplazamiento de los espacios. Nos
liberamos de ciertas ingenuidades para, por fin, ya poder sospechar como
es debido.
Nos incomoda la posibilidad de dedicar nuestra existencia a un vivir,
no ya infructuoso, antes bien falso. No solo un vivir en falso sino un
falso vivir. Y no tanto por ser una mentira que contravenga alguna
verdad, sino porque, dedicados a tareas más o menos importantes,
ignoramos las posibilidades, para venir a entregarnos simplemente a la
situación, a lo que corresponda, al actual estado de cosas. Y no tanto
porque no haya una voluntad transformadora, cuanto porque hemos
silenciado la voluntad de decir y de vivir, acallados no exclusivamente
por voces ajenas. Puestos a sospechar, sospechamos a su vez de nosotros
mismos.
Corremos tras diferentes señuelos a los que rendimos tributo de espacio y de tiempo, en definitiva de vida. Cualquier asunto viene a ser tan importante, tan decisivo, tan noticioso, tan relevante, que al final nada resulta serlo. Todo es reemplazable, sustituible. No es que sea fugaz, es que es inocuo y fútil. Las grandes alharacas iluminan la oscuridad solo para que esta sea más evidente.
La cuestión resultaría más o menos interesante, si no fuera porque hurta vida. Salvo que hagamos de ella un conjunto entretenido de peripecias. Como si el único objetivo consistiera en estar bien distraídos. Y así vamos pasando, tirando, sobrellevando, y no siempre las dificultades y penalidades, sino todo.
Es llamativa la insistencia en decir que lo importante no es lo que
nos parece serlo ni lo que encontramos determinante. Hay quienes no se
limitan a subrayar el hecho de que estemos confundidos, sino que resulta
sintomático que prefieran que así sea, o al menos que así lo
creamos. Nos lo explican: lo que consideramos impresentable o mal es la
espuma de una realidad más radical y profunda que, por lo visto, o por
lo que se dice, se halla mucho mejor que lo que sentimos y
experimentamos. Así que tranquilos. Ahora bien, podríamos sospechar
tanto de quienes nos animan a no sospechar como de quienes nos incitan a
sospechar de lo que pensamos, sobre todo si no coincide con lo que
piensan o les interesa que pensemos. Escapar de Hegel con los maestros de la sospecha no solo significa, como Foucault nos recuerda, constatar lo difícil que resulta hacerlo sin contar con él, sino no dejarnos atrapar por fáciles escapismos.
Sospechamos que no es tanto que estemos inmersos, cuanto sumergidos.
La invocación a no dejarnos guiar por las apariencias se parece
demasiado a la invitación a ignorar las vicisitudes de la vida en nombre
de una vida distinta que, por lo que oímos, debe de ser en efecto otra y
que, por cierto, va bien e irá mejor. El malestar, aunque bastante
duradero, es coyuntural y pasajero. Desde este valle se atisba el goce de la nueva vida rebosante.
Todo ocurre a la vez, si bien cada quien padece sus consecuencias,
mientras se propala el anuncio de que son solo efectos. No reconocer su
bondad es, por lo visto, falta de perspectiva, deformación por poca
altura de miras, por quedar cegados por las necesidades más inmediatas,
por carecer de capacidad de esfuerzo y de sacrificio, por poca
generosidad. Incluso cabe sospechar de quien no es capaz de surfear
en tan agitadas aguas. Ello obedecería a haberse hecho demasiadas
ilusiones sobre la existencia que, como se sabe, esto es, como dicen,
es penuria, y conviene sumisamente aceptarlo.
La sospecha sin embargo es otra. Bracear no siempre ofrece más aire
que respirar. La desaforada agitación de nuestras vidas, al compás de
ciertos dictados, podría inducirnos a olvidar quiénes
somos, qué esperamos o deseamos. Y qué cabe a su vez esperar de nosotros
y de la vida. Confundidos y cegados en el acomodo del entretenimiento
que nos deja fuera de la toma de decisiones clave, no se trata de
sospechar de aquello a que nos invitan, sino de que lo hagan con tanta
insistencia. Mientras tanto nosotros mismos parecemos empeñados en desvivirnos.
Ángel Gabilondo, Una sospecha, El salto del Ángel, 17/01/2014
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