La necessitat de tenir raó.
Joao Fazenda |
La mayoría de nosotros creemos que podemos cambiar lo que los demás
piensan; de otro modo, no pasaríamos tanto tiempo en la vida dándole
vueltas a “qué opinan los demás de nosotros” y tratando de mejorar su
juicio sobre nuestra persona. Eleanor Roosevelt dijo: “Nadie puede hacer
que te sientas inferior si tú no lo permites”. Esta afirmación pone el
foco de atención hacia nosotros mismos y no en los demás; por ello,
quizá el único pensamiento que precisa ser cambiado es la creencia de
que “los demás deberían pensar diferente”.
Querer tener razón es la enfermedad crónica de la humanidad, seguramente
una de las causas que han enfrentado más a las personas, las naciones y
las religiones organizadas del planeta. La posesión de las personas por
sus propias ideas es siempre una causa de sufrimiento. El problema, al
consistir las creencias en “posesiones mentales” no visibles, ha sido
buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los
demás antes que examinar la causa real de los conflictos (la necesidad
de tener razón).
En demasiadas ocasiones comprobamos cómo querer imponer nuestras razones
y opiniones a los demás nos cuesta caro. Tal vez logremos desautorizar
las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y un
amigo menos. ¿Vale la pena? Seguramente no. El resultado es que querer
estar siempre en posesión de la verdad consume una gran cantidad de
energía y tiempo que nos impide disfrutar de los demás y de la paz
mental de saber que en el fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
¿Es mejor tener razón a toda costa antes que ser feliz? Que cada uno responda esta pregunta con sinceridad.
La perspectiva materialista o newtoniana del universo nos conduce a
cosificar todo con lo que entramos en contacto, ya sea algo material o
inmaterial. Incluso lo no material, como un pensamiento, acaba tomando
forma y se convierte en objeto de conflicto. Así, una idea o una
creencia se acaban convirtiendo en una posesión, una propiedad, algo que
debe ser defendido para que no perezca.
Todo pensamiento consciente, repetido durante un tiempo, se
convierte en un programa mental invisible. Con el tiempo acumulamos
opiniones, creencias, que pasan a conformar lo que llamamos identidad
construida o ego. Si alguien agrede esas posesiones mentales, en
realidad es como si lanzara un ataque personal, porque confundimos
pensamiento e identidad. No parece sensato confundir lo que somos con lo
que pensamos, pero esto no lo tienen tan claro quienes se aferran a sus
creencias con desesperación.
Tener opiniones es normal, también tener gustos y preferencias…
pero que esas ideas y predilecciones le tengan a uno cautivo o
secuestrado es una trampa. El libre pensamiento es una conquista humana,
pero la libertad de opinión se convierte en una desventaja cuando las
posiciones mentales impiden abrirse a nuevas perspectivas o puntos de
vista que no concuerdan con las propias.
La pregunta ¿somos nuestras creencias? se responde con un rotundo
no. Desde luego, tenemos convicciones, pero en esencia no somos lo que
pensamos; a un nivel profundo
y esencial, nuestras opiniones no pueden definirnos. Pero llegar a esta
claridad no es sencillo ni rápido. De hecho, los conflictos del mundo
son tanto disputas por pertenencias materiales (cosas) como por
posesiones inmateriales (ideales). Cuando entendemos que tenemos una
mente y la usamos, pero que no somos esta, nos liberamos de su contenido
y nos autoexcluimos de cualquier conflicto y, por tanto, sufrimiento.
Joao Fazenda |
Todos mantenemos un diálogo interior que reafirma continuamente lo que
creemos, y después nos pasamos la vida buscando personas y situaciones
en las que encajen nuestras creencias para poder así reafirmarlas. El
objetivo de toda creencia no es, como debería ser, contrastarse, sino
validarse una y otra vez aunque sea a la fuerza. Estas creencias o
historias mentales no cuestionadas acaban por suponer un problema: no
tienen ninguna relación con la realidad. ¿Qué pasaría si no tuviéramos
ningún criterio mental no validado que contarnos? Seríamos libres de la
necesidad de dividir el mundo entre los que están de acuerdo y los que
no lo están. Y sobre todo, no estaríamos condicionados por cosas que
creemos, pero no son verdad.
O bien nos apegamos a los pensamientos, sin más examen, o bien los cuestionamos en busca de la verdad. No hay más opciones.
Cuando una creencia nos domina, llegamos a pensar que todo el mundo
piensa, o debería pensar, lo mismo. Pero hay opiniones para todos los
gustos, la diversidad construye el mundo, y aunque parezca extraño, hay
personas que creen cosas muy diferentes a las que nos parecen normales.
Ver las cosas desde distintas perspectivas no es fruto de un lavado de
cerebro, sino de preferencias, cultura, contextos… Sin duda, aquellos
que no esperan que todo el mundo esté de acuerdo con ellos gozan de una
mayor tranquilidad mental, que es de lo que va la vida.
¿Pero cómo liberarse del apego a las creencias? No es el apego el
problema real, sino la identificación. Pelear contra una creencia o un
hábito no tiene sentido, es una lucha perdida. En cambio, dejar de
identificarse con esa forma de pensar, cuestionarla, examinarla,
soltarla, incluso sacrificarla, es el principio de la libertad o de cómo
librarse de esta particular tiranía.
No reaccionar con hostilidad a las ideas de los demás es una de
las maneras más sencillas de superar el apego a las propias. Pero solo
se puede no reaccionar a sus creencias si se entiende que estas no son
su identidad, sino una posesión mental, que además siempre se puede
cambiar por otra. Una vez más, todos tenemos opiniones y criterios, pero
eso no significa que sean lo que somos. Cuando lo comprendemos, la
distancia entre las personas es exactamente… cero.
Aceptar las ideas de otros es en realidad más sencillo de lo que
parece. Basta con tener presente que aceptarlas no significa adoptarlas o
validarlas (no significa estar de acuerdo). Es más bien aceptar que no
entendemos a todo el mundo, ni que todo el mundo nos entenderá. Es más
sencillo aceptarlos a ellos (aunque tal vez no sus ideas) porque no
hacerlo complica la vida de todos. Resistirse, negarlos, es luchar, y
vivir así es verdaderamente muy, muy difícil.
El disgusto que sentimos ante las ideas que no nos son afines es
proporcional al grado de apego que tenemos a las propias (o la poca
disponibilidad para cambiarlas por otras). Cuanto más apego tenemos a
una creencia, más disgusto sentiremos cuando nos enfrentemos a las
contrarias. Es fácil deducir que no es la idea del otro lo que nos causa
molestia, sino nuestro rechazo a aceptar puntos de vista diferentes. No
es su creencia el problema, sino nuestra posición contraria a ella.
Para llevar todo lo anterior a la práctica sirve recordar que cada
vez que alguien exprese una creencia alejada de las propias, y ello
genere un cierto disgusto, podemos preguntarnos: “¿qué está sucediendo
ahora en mi mente?”. Y “¿en qué parte de mi cuerpo siento el rechazo?”.
No se trata de cambiar nada, sino simplemente de observar lo que sucede.
La observación desapegada y neutral hará posible la aceptación.
Disponemos de una técnica para aceptar comportamiento y creencias
ajenas, y se llama asertividad. Consiste en no reaccionar al pensamiento
o comportamiento de los demás de forma vehemente, pero sí con
autorrespeto y autoestima. Es decir, no adoptando una actitud defensiva o
agresiva (ambas son el mismo error), sino reafirmando y expresando la
posición personal sin tratar de imponerla al otro.
Y una palabra final: escuche. Escuchar con interés a las personas,
aunque lo que digan esté en contra de la propia opinión, es la prueba
máxima de la empatía, el respeto y la aceptación, claves todas ellas
para la paz en el mundo. Escuchar a los demás les hace sentir valorados,
entendidos, importantes. Tal vez eso sea todo lo que necesitan de
verdad, y al conseguirlo podría ser que renunciaran a imponer sus
opiniones y creencias.
Raimon Samsó, Yo tengo razón, tú estás equivocado, El País semanal, 19/01/2014
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