Creure en monstres.
Y cuando digo monstruos, no es una
metáfora. Me refiero a monstruos de verdad. Seres espantosos que habitan
en lo profundo de los bosques, en los abismos de lagos y océanos, en
las montañas o, quizá, en el espacio exterior. Se diría que, tras una
década final del siglo XX en la que lo paranormal pareció perder su
encanto, las incertidumbres del nuevo milenio y las horas muertas de
internet nos han traído de vuelta a los queridos mitos de masas del
siglo XX: ovnis, críptidos, astronautas en la antigüedad y también,
aunque quizá más discretamente, fantasmas y otras manifestaciones del
mundo espiritual que ya parecían un poco fuera de lugar en el
materialista siglo pasado. Quizá no sea casual que un programa
aparentemente menor, casi escondido en la parrilla, como Cuarto Milenio
se haya convertido en el más longevo de su cadena aparte de los
informativos y alcance la más que respetable marca en la televisión
actual de nueve temporadas consecutivas. (En el clima mesiánico que
rodea casi todo lo relacionado con el dospuntocero, he llegado a
leer a algún gurú del nuevo periodismo que internet acabaría, o había
acabado ya, con las pseudociencias. Lo que apenas es un poco menos
ridículo que pretender que acabe con las fotos de vacaciones o el
porno). Y si piensan que esto de creer en arcanos y conspiraciones
inverificables es cosa de cuatro chalados, les sugiero abrir Facebook y
darse una vuelta por los muros de sus amistades.
De modo que el final del siglo XX, con
sus neurosis y obsesiones, no ha enterrado ese particular corpus de
creencias, alumbrado por profetas como Charles Fort y H.P. Lovecraft,
y estrechamente relacionado con la creación, por primera vez en la
historia, de una verdadera cultura de masas a través de las
publicaciones populares, el cine, la radio y la televisión. De hecho,
algunos de sus proponentes actuales, caso de Rafapal o Giorgio Tsoukalos, hacen parecer a Jiménez del Oso un
respetable y aburguesado escéptico. Así que persiste la pregunta que da
título a este texto. La cuestión es, por supuesto, complejísima, y
probablemente ni siquiera pueda plantearse de una manera resoluble. Pero
veamos algunos datos y algunas posibles claves.
Abominable Science es un libro reciente de Daniel Loxton y Donald Prothero
que trata de arrojar luz sobre el contexto biológico y ecológico, pero
sobre todo histórico, de un puñado de mitos de la criptozoología: el
Bigfoot, el monstruo del lago Ness, el yeti, la serpiente de mar y el
Mokele Mbembe (un supuesto dinosaurio centroafricano). Se trata de una
obra recomendable y muy cuidada, aunque el profano quizá encuentre
excesivas casi cuatrocientas páginas dedicadas a discutir lo que sin
duda son bobadas de gente con mucha imaginación. De hecho, si Loxton es
un escéptico procedente (como tantos) de la creencia paranormal, y no
puede evitar un cierto cariño por los mitos que analiza, Prothero es un
reputado paleontólogo que trata a sus monstruos con bastante menos
paciencia y delicadeza. Incluso el capítulo final aparece partido de
forma un tanto extraña entre las conclusiones más amables de uno y las
más beligerantes del otro.
Nos interesa aquí precisamente ese último capítulo, que recoge datos procedentes de la Encuesta Baylor sobre religión 2005.
Un estudio que se refiere a EE. UU., pero del que seguramente podemos
tomar ideas sugerentes, al margen de las consabidas diferencias
culturales. Por ejemplo, un 73% de estadounidenses declara tener al
menos una creencia paranormal de una lista de diez ofrecida por los
encuestadores; un 57% cree en al menos dos, y un 43% en tres o
más. Siguiendo el libro de los sociólogos Bader, Mencken y Baker Paranormal America,
Loxton y Prothero se enfrentan a un tópico frecuente: las personas con
creencias paranormales son intelectual y socialmente «diferentes». Pero,
a juzgar por la Encuesta Baylor, la normalidad de los escépticos es muy
relativa: menos de un tercio de encuestados afirma no aceptar ninguna
de las creencias paranormales que se le proponen. Como señalan Bader y
compañía, más que distinguir de forma tajante entre crédulos y
escépticos, la realidad social nos sugiere hablar de grados de
credulidad.
Algunos datos más para enfriar la
recurrente tendencia de ateos y escépticos (entre los que me incluyo,
por si hace falta aclararlo) hacia la autocomplacencia. Por ejemplo, los
encuestados que declaraban no ser fieles de ninguna religión mostraban
una mayor probabilidad a creer en fenómenos como las casas encantadas
que los protestantes evangélicos. Y, como quizá fuera de esperar, los
casados creen menos en lo paranormal que los solteros; pero, y esto
seguramente les sorprenda, los miembros de parejas que conviven fuera
del matrimonio muestran una probabilidad notablemente mayor que unos y
otros. Otros resultados vienen a coincidir a grandes rasgos con mis
intuiciones, como el hecho de que las mujeres muestran cierta
predilección por creencias de tinte espiritista o astral, mientras que
los ovnis son ante todo cosa de hombres. Aunque las conclusiones a las
que pretendamos saltar desde aquí seguramente se tambaleen al saber que
las mujeres creen más que los hombres en críptidos (yeti, Nessie,
Bigfoot…), si bien la diferencia es pequeña y probablemente poco
significativa. Y otra sorpresa: según la ideología, los más creyentes en
lo paranormal son los independientes, seguidos de demócratas y
republicanos. Seguramente el orden inverso que anticiparíamos desde
nuestros prejuicios.
Lo que no parece predecir la creencia,
pese al tópico, es el aislamiento social o la no participación en
actividades comunitarias. Sí, en cambio, en sentido inverso, el grado de
conformidad con lo que los autores llaman «estilos de vida
convencionales»: educación formal, matrimonio, religiosidad
convencional. Como ellos mismos señalan, probablemente quienes han
invertido más en conformidad y normalidad perciben como costes las
desviaciones respecto a la norma. Esto significa también que tanto los
menos educados como las élites hipereducadas pueden abrazar creencias
paranormales con mayor frecuencia en la medida en que estas los
distinguen del comportamiento conformista de los estratos medios de la
sociedad.
A estas alturas ya se habrán dado cuenta
de que aquí no se va a responder, siquiera de forma tentativa, a la
pregunta del título. Pero, antes de acabar, un par de reflexiones sobre magufismo
y escepticismo. Uno: los mitos paranormales son creencias
extraordinariamente resistentes y plásticas, responden a realidad
psicológicas y sociales profundas y constituyen una manifestación
significativa de la cultura de masas. Ríamonos de ellos, critiquemos sus
efectos negativos, analicemos su genealogía, expongamos a los
charlatanes. Pero no caigamos en la ingenuidad de pensar que vamos a
acabar con ellos escribiendo artículos muy ingeniosos que solo leemos
entre nosotros y tuiteando en broma desde nuestro sofá cada edición de Cuarto Milenio.
Probablemente, un porcentaje de la sociedad siempre albergará creencias
estrafalarias por variadas razones. Dos: los creyentes de lo paranormal
no son por lo general émulos de Unabomber, sino gente como ustedes y
como yo. Y vuelvo al ejemplo de Facebook. Un paseo por sus timelines
les puede arrojar una buena colección de memes conspiranoicos, bulos
políticos, paranoia antiantenas o antitransgénicos, etc. Quizá alguno de
ustedes ha compartido hoy mismo una de estas cosas. Dudo sinceramente
que podamos ser más racionales respecto al lago Ness de lo que lo somos
respecto a la política o la economía. Al fin y al cabo, a diferencia del
magufismo político, Nessie nunca ha matado a nadie.
Jorge San Miguel, Por qué creemos en monstruos, jot down, 26/01/2014
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